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La palabra academia tiene un origen noble. Viene de Akademos, el héroe ateniense cuyo nombre quedó ligado al jardín donde Platón fundó su escuela. Desde entonces, la academia simboliza algo más que un lugar de enseñanza: es el espacio del pensamiento libre, de la investigación rigurosa y del diálogo que busca la verdad.

La universidad, cuando es fiel a este ideal, no se limita a transmitir conocimientos ya dados. La academia no es un salón de clases ni una suma de manuales; es el lugar donde se cultiva la crítica, se generan preguntas y se arriesgan respuestas nuevas. En ella, el método científico, la confrontación de ideas y la búsqueda de lo verdadero se convierten en un servicio a la sociedad.

Academia y democracia

La democracia necesita de la academia. No basta con elecciones ni con discursos políticos; se requiere un espacio que forme ciudadanos críticos, capaces de dialogar, de cuestionar, de resistir a la manipulación de la demagogia. La academia garantiza que la democracia no se reduzca a un espectáculo superficial, sino que esté sostenida en conocimiento y debate serio.

Cuando las universidades no cumplen este papel, la democracia se debilita. Lo público se llena de gritos, consignas y promesas fáciles, pero sin fundamento en evidencia ni en reflexión. La ausencia de una academia fuerte abre las puertas a la demagogia, al clientelismo y a la corrupción intelectual.

¿Y en el Ecuador?

En nuestro país la situación es preocupante. Las llamadas “academias universitarias” existen en nombre, pero con demasiada frecuencia se han convertido en meros espacios burocráticos, donde se repite lo que otros pensaron, sin arriesgar nada nuevo.

  • La investigación es mínima: Ecuador invierte apenas 0,44 % de su PIB en I+D, muy por debajo de países vecinos y lejísimos de naciones donde la academia es motor de desarrollo.
  • La producción científica es reducida y desigual: más del 70 % de las universidades publican menos de 100 artículos al año.
  • La docencia, en muchos casos, sigue siendo memorística, entrenando a repetir teorías extranjeras pero no a generar pensamiento propio.

El resultado es visible: tenemos profesionales con títulos, pero sin criterio. Ciudadanos con diplomas, pero sin pensamiento crítico. Y eso afecta directamente a la calidad de la democracia.

Los monstruos de la academia

De esta carencia han nacido verdaderos “monstruos” que rondan nuestra vida pública:

  • El repetidor, que ostenta credenciales pero solo recita manuales.
  • El tecnócrata sin alma, que maneja datos pero carece de visión ética y social.
  • El demagogo ilustrado, político con títulos académicos que manipula la opinión pública con frases huecas.

La academia, que debía ser garante de la democracia, termina produciendo superficialidad, clientelismo y mediocridad. Se corrompe en rituales vacíos, en diplomas como mercancía, en rankings que poco tienen que ver con la verdad o el bien común.

Un desafío pendiente

El Ecuador necesita academias universitarias vivas, donde la investigación sea central, donde se produzca conocimiento, donde se forme un pensamiento crítico al servicio del país. No basta enseñar las bases; hay que crear espacios de debate y descubrimiento.

Sin esto, la democracia seguirá frágil, condenada a sobrevivir entre discursos huecos y liderazgos sin sustento. Con ello, seguiremos criando “monstruos” en lugar de ciudadanos capaces de sostener la verdad, la justicia y el bien común.