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Este artículo propone abrir una vía para repensar la traducción como revelación de mundos, no como reducción de la diferencia. El Yanahurco no debe ser borrado bajo la sombra del “cerro negro”: debe ser iluminado desde su propia oscuridad fecunda.

En el trabajo de traducción e interpretación de las lenguas originarias, especialmente en contextos como los de los pueblos andinos, se suele incurrir en errores que oscurecen, distorsionan o reducen el significado profundo de los términos. Este problema no es meramente lingüístico, sino epistemológico y cultural, porque se ignora el marco simbólico y experiencial de las comunidades que han creado y transmitido estos términos a lo largo de generaciones.

Un ejemplo claro lo encontramos en la traducción del término quichua yanahurco. Literalmente se podría traducir como “cerro negro” (yana = negro, urcu = cerro). Sin embargo, esta traducción literal oscurece, en lugar de revelar, el significado que tiene el término para los pueblos andinos, particularmente en la región centro-norte del actual Ecuador. En este contexto, yana no es solo un color, sino una categoría simbólica profunda: la oscuridad, lo opuesto a la luz, el espacio no iluminado que es necesario para ciertos tipos de acción espiritual.

Considerando la centralidad del sol (Inti) en la cosmovisión incaica y preincaica como fuente de vida y sabiduría, la oscuridad no era simplemente ausencia de luz, sino un espacio ritual, un lugar de transición, de contacto con lo invisible. El yana es el ámbito donde actúan los yumbos (espíritus), donde los yachak (sabios o curanderos) intervienen en la vida o la muerte. Es en la noche, en la oscuridad, donde se celebran los rituales con plantas visionarias como la ayahuasca, tanto para sanar como para dañar. El Yanahurco, por tanto, no es simplemente un cerro negro, sino un lugar de fuerza espiritual, de poder, donde se produce la comunicación entre mundos.

Este ejemplo nos lleva a una afirmación más amplia: tanto en la toponimia (nombres de lugares) como en la antroponimia (nombres de personas) en los pueblos andinos, es fundamental comprender el significado cultural específico que cada grupo humano asigna a las palabras. Reducir o uniformar esos significados a traducciones literales o analíticas es un acto de violencia epistemológica, fruto de una visión que no reconoce la diversidad de sentidos que surgen de las distintas formas de habitar el mundo.

Este error tiene sus raíces en la falta de un concepto de cultura que supere al estructuralismo clásico, centrado en binarismos y universales formales, y que impida ver que las experiencias elementales de la existencia humana —como el nacer, morir, enfermar, sanar, sembrar, alimentarse, temer— han sido interpretadas y cargadas de significados propios por cada grupo humano. La cultura no es una estructura uniforme, sino una interpretación viva de la experiencia.

Por ello, urge una antropología del lenguaje que devuelva a los pueblos el derecho a nombrar y explicar su mundo desde sus propias claves simbólicas. Esta tarea implica una interdisciplina entre la lingüística, la historia, la etnografía y la filosofía, pero sobre todo requiere una escucha respetuosa y una descolonización profunda del pensamiento.

Referencias:

  • Gutiérrez, R. (2011). Lenguas, cultura y poder en los Andes. Quito: Abya-Yala.
  • De la Cadena, M. (2015). Earth Beings: Ecologies of Practice across Andean Worlds. Durham: Duke University Press.
  • Estermann, J. (2006). Filosofía andina: Sabiduría indígena para un mundo nuevo. Quito: Abya-Yala.
  • Mignolo, W. (2000). La idea de América Latina. Barcelona: Gedisa.