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El presente artículo analiza el racismo persistente en Ecuador, con énfasis en el caso de Otavalo, a partir de la tensión entre memoria histórica, estructuras de poder y narrativas identitarias. Se examina cómo ciertos sectores que reivindican causas étnicas han reproducido prácticas de exclusión y clientelismo, utilizando el racismo como herramienta política. Se contrasta esta dinámica con el caso sudafricano posapartheid y la victimización del grupo afrikaner, promovida por figuras como Elon Musk y Donald Trump. Finalmente, se reflexiona sobre el peligro de invertir los roles de víctima y agresor en los discursos públicos, debilitando las verdaderas luchas por justicia y equidad.

Afirmar que el racismo ha sido superado en el Ecuador constituye, en el mejor de los casos, una afirmación ingenua y, en el peor, una estrategia de negación funcional al poder. Las estructuras de exclusión racial, si bien han variado en sus formas, continúan reproduciéndose tanto en las instituciones del Estado como en la vida social cotidiana. Otavalo, ciudad emblema de la cultura indígena andina, se encuentra hoy en el centro de una controversia que revela la complejidad de estos fenómenos y sus usos políticos contemporáneos.

Este artículo propone una reflexión crítica sobre la instrumentalización del racismo en el debate público ecuatoriano, a partir del caso del Dr. José María Jaramillo en Otavalo, en el que un episodio protagonizado por él ha sido reactivado mediáticamente con la aparente finalidad de afectar su entorno cercano, más allá del contenido real del incidente. Esta dinámica será analizada a la luz de las narrativas invertidas del racismo posapartheid en Sudáfrica y la configuración de nuevos relatos de victimización desde sectores históricamente privilegiados.

Racismo estructural en el Ecuador: una herida no sanada

El racismo en el Ecuador tiene raíces coloniales profundas. Durante siglos, la organización social y política se basó en una jerarquización étnica que subordinó a los pueblos indígenas, afrodescendientes y montubios a una élite blanca y mestiza. Como señala Catherine Walsh (2001), la colonialidad del poder sigue operando en las lógicas del Estado-nación ecuatoriano, incluso cuando se proclama intercultural y plurinacional.

En Otavalo, pese al prestigio internacional de su población indígena, aún persisten formas de discriminación social, simbólica y económica. La visibilidad cultural no se ha traducido en una transformación estructural del poder, sino en una aparente integración funcional al mercado global y al imaginario turístico.

Un caso de moralización, linchamiento y desplazamiento del foco

Más allá del incidente en sí, lo que resulta revelador es el uso del hecho como pieza en una estrategia política de desgaste simbólico. Se observa una intención de afectar no al autor del exabrupto, sino a personas de su entorno familiar y profesional, a través de una lógica de desprestigio por asociación. El lenguaje del racismo, usado de manera ligera y descontextualizada, funciona como dispositivo de cancelación y ataque mediático.

Didier Fassin (2018) advierte que, cuando la moral sustituye al debate político y el juicio público reemplaza la deliberación democrática, se instala un tipo de exclusión simbólica que disuade la participación y destruye el tejido cívico. El caso Jaramillo refleja justamente ese fenómeno: el paso de la política a la moralización punitiva.

Narrativas invertidas: del apartheid a la victimización blanca

Este fenómeno no es exclusivo de Ecuador. En Sudáfrica, tras el fin del apartheid, emergieron discursos desde sectores blancos que se presentaban como víctimas de un supuesto “racismo a la inversa”. Elon Musk —de origen sudafricano— llegó a publicar tuits en los que sugería que los afrikaners estaban siendo asesinados por negros en venganza. Donald Trump incluso afirmó que el gobierno sudafricano expropiaba tierras a los blancos como parte de una política racial discriminatoria. Estas afirmaciones han sido ampliamente desmentidas, pero han logrado instalar una narrativa que victimiza a los antiguos opresores y pone en duda la legitimidad de las políticas de reparación.

Como señala Achille Mbembe (2017), el posapartheid no ha desmantelado las estructuras de dominación racial, sino que ha generado una “economía política del resentimiento”, en la cual las élites reformulan su posición desde una supuesta fragilidad. Algo similar ocurre cuando sectores que lucharon por la dignidad indígena, una vez alcanzado el poder, utilizan la memoria histórica como blindaje frente a cualquier crítica y como herramienta para consolidar nuevas formas de exclusión.

El poder sin transformación

El problema no radica en el acceso de los pueblos indígenas al poder político —aspiración legítima y necesaria—, sino en el modo en que ese poder es ejercido. Cuando se repiten las mismas prácticas de clientelismo, exclusión, favoritismo o silenciamiento de las voces disidentes, el cambio es solo superficial. El color de la autoridad cambia, pero no la estructura.

Esta realidad no anula la urgencia de combatir el racismo estructural. Todo lo contrario: exige una mayor coherencia ética. La reivindicación histórica no puede convertirse en un escudo para justificar abusos, ni en una coartada para destruir al otro. El poder que no se transforma, se perpetúa. Y si lo hace con el lenguaje de la justicia, se vuelve más difícil de cuestionar.

Justicia sin manipulación

Otavalo representa hoy una encrucijada. Es símbolo de lucha, pero también escenario de nuevas tensiones. Las heridas del racismo siguen abiertas, pero no se sanan con venganza ni con manipulación. La justicia verdadera no requiere narrativas falsas ni linchamientos morales. Necesita memoria, sí, pero también escucha, diálogo y transformación real.

La denuncia del racismo debe continuar siendo firme y permanente, pero debe distinguirse de su uso instrumental. Las narrativas invertidas —como las que victimizaron a los afrikaners en Sudáfrica o las que se construyen hoy en Otavalo— son peligrosas porque desvirtúan el sentido de la justicia. El reto es otro: descolonizar el poder sin repetir sus lógicas. Sanar las heridas sin abrir nuevas. Nombrar la verdad sin usarla como arma.

Referencias

  • Fassin, D. (2018). La vida: instrucciones para su uso. Editorial Katz.
  • Mbembe, A. (2017). Políticas de la enemistad. Buenos Aires: Caja Negra.
  • Walsh, C. (2001). Interculturalidad y colonialidad del poder. Un pensamiento y posicionamiento “otro” desde la diferencia colonial. UASB.
  • Gibson, N. C. (2011). Fanonian Practices in South Africa: From Steve Biko to Abahlali baseMjondolo. Palgrave Macmillan.
  • Mamdani, M. (2001). When Victims Become Killers: Colonialism, Nativism, and the Genocide in Rwanda. Princeton University Press.