El silencio después del paro
El reciente paro convocado por la CONAIE, en respuesta a los abusos del gobierno de Daniel Noboa, no sólo dejó carreteras bloqueadas, montañas heridas por los disparos de misiles y tres ecuatorianos fallecidos por la brutalidad de la represión de la policía y militares; dejó preguntas que resuenan en la conciencia de la nación. Preguntas que, más que exigir respuestas, revelan el grado de degradación moral al que hemos llegado como país.
El presidente, con su estilo de tecnócrata carismático, ha hecho de la política un espectáculo de cinismo, donde la palabra se usa no para decir la verdad, sino para manipular la esperanza. Ha aprendido el arte de prometer y humillar al mismo tiempo: promete progreso mientras reparte bonos que anestesian la miseria; promete dignidad mientras corrompe con favores ocultos a periodistas, clérigos, jueces y otras autoridades. La mentira se institucionaliza como método de gobierno, y el engaño se normaliza como pedagogía del poder.
El Papa Francisco, en su exhortación Evangelii Gaudium, ya advertía sobre estos mecanismos de corrupción política y mediática que “se convierten en estructuras de pecado” porque manipulan al pueblo “bajo la ilusión de una libertad aparente” (EG 59). No es sólo una crisis política: es una crisis de la palabra, raíz de toda convivencia humana.
Los que han sucumbido
Pero el poder no se sostiene solo. Necesita cómplices, silencios y traiciones. Por eso la pregunta es inevitable: ¿quiénes han sucumbido a la avaricia hasta traicionar lo que daba sentido a su existencia?
Figuran los eclesiásticos que viajan en el avión presidencial y hablan desde los púlpitos como profetas del miedo, de una paz y de un diálogo que no construyen, inventando demonios para distraer del verdadero mal: la injusticia institucionalizada. Han convertido el Evangelio en superstición política, olvidando que “la religión pura y sin mancha consiste en cuidar al huérfano y a la viuda en su aflicción” (St 1,27).
Con unos asambleístas, jueces y fiscales que se exhiben en espectáculos mediáticos, repitiendo guiones dictados desde el poder. Han convertido la justicia en teatro, cuando debería ser el último refugio del pueblo frente a la arbitrariedad. Allí se anegaron, los maestros que enseñan sin amor y critican sin comprensión, reproduciendo los prejuicios de un racismo ancestral que hiere al Ecuador profundo.
Los militares y policías que disparan contra el pueblo y las montañas, olvidando su juramento de proteger la vida. En ellos se cumple la advertencia de Gaudium et Spes: “cuando el poder se aparta del bien común, los ciudadanos tienen el deber y el derecho de defender la justicia” (GS 74).
El enemigo interno
En este contexto, el nombre de Marlon Vargas, presidente de la CONAIE, aparece como símbolo de una herida más profunda: la división al interior del movimiento indígena. Su ambigüedad política ha generado sospechas legítimas. ¿Es un esbirro del poder o un enemigo interno de la causa que decía representar?
Tal vez ambas cosas. Vargas encarna la tragedia de una dirigencia atrapada entre la resistencia y la cooptación, entre el mandato de los pueblos y las seducciones del palacio. El profeta Isaías advertía: “¡Ay de los pastores que destruyen y dispersan las ovejas de mi rebaño!” (Jer 23,1). La traición no siempre viene de afuera; a veces habla el mismo idioma que el pueblo, cita sus símbolos y se arropa en su historia.
El teólogo Johann Baptist Metz lo expresaba con lucidez: “El peligro más grave para la fe no es la incredulidad, sino el olvido de la memoria peligrosa de los pobres” (Memoria Passionis, 1977). Cuando los líderes olvidan esa memoria, se convierten en cómplices del sistema que juraron transformar.
Recuperar la palabra
La crisis del Ecuador no es sólo económica o institucional: es una crisis de palabra. La palabra pública ha sido prostituida por la propaganda, vaciada de verdad y convertida en herramienta de dominación. Pero en la tradición bíblica, la palabra no es un adorno del discurso político: es acto creador, fuerza que da forma al mundo. “La verdad les hará libres” (Jn 8,32) no es una frase piadosa; es una consigna política contra todo poder que vive de la mentira.
Recuperar la palabra significa recuperar la dignidad del pueblo. Volver a hablar con verdad, aunque duela; volver a escuchar al otro, aunque piense distinto; volver a decir “nosotros” en un país que ha sido fragmentado por el miedo y la codicia.
El Documento de Aparecida lo expresa con hondura: “La misión evangelizadora exige hoy una palabra profética frente a los poderes de este mundo que oprimen la dignidad de los pobres” (DA 385).
Esa palabra profética no puede ser pronunciada desde el avión presidencial ni desde los micrófonos del poder, sino desde las comunidades que resisten, desde las calles, desde las montañas, desde los pueblos que aún creen que otro Ecuador es posible.
La traición de la esperanza
El enemigo interno no es sólo una persona o un líder; es una actitud colectiva de resignación y miedo, la aceptación del cinismo como normalidad. Frente a ello, el pueblo ecuatoriano está llamado a renovar su conciencia y su unidad. Porque cuando la verdad se vende, el país entero se compra. Y cuando el pueblo calla, los traidores gobiernan.
La bandera ecuatoriana —el tricolor que proclama libertad— flamea por quienes no claudican en ser ecuatorianos y es vergüenza para los esbirros para someter al pueblo en favor de un déspota. Así, para los pueblos otavalos, karankis, karas y saraguros el tricolor aún ondea como signo de independencia y libertad, para otros se ha vuelto el recordatorio de su ignominia: es -para esos- una bandera manchada por la traición de los que prefirieron la plata al honor, el privilegio al servicio, la mentira a la verdad.
Referencias
- Biblia de Jerusalén: Santiago 1,27; Jeremías 23,1; Juan 8,32.
- Francisco, Evangelii Gaudium (2013), nn. 59-60.
- Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes (1965), n. 74.
- Conferencia de Aparecida (2007), n. 385.
- Johann Baptist Metz, Memoria Passionis (1977).