En sus orígenes, las banderas no fueron símbolo de patriotismo ni de gloria, sino instrumentos prácticos para orientarse en la guerra. En medio del ruido, el polvo y la confusión de los combates, las enseñas servían para saber dónde estaban los aliados y distinguirlos de los enemigos. Eran, como dice el historiador Michel Pastoureau, “instrumentos de orden en el desorden de la guerra”.
Con el tiempo, aquellas telas de colores se llenaron de significados. En la Edad Media representaban al señor feudal, no al pueblo; eran signo de poder, no de comunidad. Pero la historia cambió cuando las revoluciones de los siglos XVIII y XIX derribaron los reinos absolutos. Entonces aparecieron las banderas tricolores, como la francesa, que anunciaban algo nuevo: la libertad, la igualdad y la fraternidad. El pueblo dejaba de ser súbdito para convertirse en ciudadano.
Desde entonces, las banderas han sido símbolos de identidad, de ese sentimiento profundo que nos une a la tierra, a la historia y a los otros. En Alemania se habló de Heimat, ese “hogar interior” donde uno se siente arraigado. En los Andes, los pueblos originarios expresaron algo similar con la wiphala, la bandera multicolor que celebra la diversidad y la armonía entre los elementos de la naturaleza.
Pero en el Ecuador —y en buena parte de América Latina— el sentido profundo del tricolor republicano ha sido deliberadamente reducido a una lectura romántica y simplona: el amarillo por el sol y las riquezas, el azul por el cielo, y el rojo por la sangre de los héroes. Esta explicación, tan repetida como superficial, esconde una mala fe histórica. Sirve para evitar que la bandera exprese su verdadero significado político y democrático: la superación del absolutismo, el fin del vasallaje y la afirmación del ciudadano libre.
Limitar la interpretación del tricolor a un sentimentalismo escolar ha permitido mantener, bajo un disfraz patriótico, las viejas prácticas del sometimiento colonial. En el fondo, seguimos viviendo bajo una cultura de hacienda, donde el patrón azotaba al peón y luego le exigía besarle la mano. Ese gesto de humillación, convertido en costumbre social, sigue resonando en nuestra historia política: la obediencia ciega, la servidumbre maquillada de respeto, el miedo a disentir.
El riesgo de hoy —como advertía el sociólogo Zygmunt Bauman— es que la identidad se vuelva líquida, sin raíces ni compromisos. Entonces la bandera puede quedar reducida a un gesto vacío, a un símbolo que se agita pero no se vive.
El papa Francisco recuerda que la verdadera identidad nacional se mide por la capacidad de buscar el bien común. La bandera, más que una marca de diferencia, debería ser un signo de encuentro, una llamada a la responsabilidad compartida.
Porque la bandera no vale solo por sus colores, sino por las manos que la levantan. Su historia nos enseña que el paso de los estandartes de guerra a las banderas de paz solo se cumple cuando el sentimiento de pertenencia se transforma en compromiso por construir juntos una sociedad justa, fraterna y libre.