Rezamos siempre, todos los días. No para repetir palabras vacías, sino para mantener el corazón en su lugar, allí donde la vida se sostiene y la dignidad no se negocia. La oración no es un refugio de evasión, sino un ancla para no dejar solos a quienes amamos y un grito silencioso para no quedar indiferentes frente a los monstruos que rondan nuestras sociedades.
Monstruos del racismo, que dividen a los pueblos en categorías de superioridad e inferioridad; monstruos de la injusticia, que hacen de la desigualdad una norma y del desprecio una costumbre; monstruos que quieren que seamos esclavos, sin pensamiento ni palabra, sometidos a la obediencia de sistemas que se alimentan de nuestra docilidad. Esos mismos monstruos que nos obligan al silencio, no porque no tengamos nada que decir, sino porque lo que decimos no quieren escucharlo.
La indignidad a la que pretenden someternos es cotidiana: quieren que terminemos cargando sus compras en los mercados, como bestias de carga disfrazadas de servidores, o que eduquemos a sus hijos torpes y malcriados, aunque nosotros tengamos doctorados y una vida dedicada al estudio y al trabajo honesto. En esa lógica perversa, nuestros talentos son reducidos a servidumbre y nuestra vocación a obediencia forzada.
Por eso rezamos: para no olvidar quiénes somos, para no aceptar que la humillación sea el destino de los pueblos, para mantener viva la resistencia frente a quienes buscan reducirnos a objetos útiles, a sombras sin voz. La oración, lejos de alejarnos del mundo, nos devuelve al centro de la lucha: el corazón humano, que no puede ni debe resignarse a vivir como esclavo.
Rezamos cada día para que la esperanza no se quiebre, para que la dignidad de los nuestros no sea arrojada a los mercados de la indiferencia, para que el pensamiento y la palabra sigan siendo la primera victoria contra los monstruos. Y porque, en definitiva, un corazón que reza nunca se acostumbra a la indignidad ni se arrodilla frente al poder injusto. Porque solo así alabamos al Dios de Jesucristo, el Dios de la vida, y no al dios del bolsillo, del dinero o de los caprichos ateos con máscaras de religiosidad supersticiosa, de mercado y mercaderes.