Un análisis sobre las dinámicas participativas indígenas frente a las estructuras verticales de poder heredadas del colonialismo.
El paro de las comunidades del norte del Ecuador deja en evidencia una realidad profunda: el principio comunitario que guía su organización. Allí, cada miembro participa de las decisiones; no se trata de que un “dirigente” hable o decida en nombre de todos, sino de un ejercicio de deliberación en el que cada voz debe ser escuchada y cada parecer confrontado en público. Este modo de proceder no es solo un rasgo cultural, sino una expresión auténtica de democracia vivida.
La experiencia comunitaria contrasta con el vicio persistente de muchos grupos sociales ecuatorianos —que se dicen “no indígenas”— donde los dirigentes, líderes o autoridades ejercen el poder al margen de la opinión de la base. En no pocos casos, el encargo se transforma en imposición despótica, como rezago del decadente feudalismo colonial español y del dominio de los hacendados. Esa práctica, disfrazada de modernidad, sigue arrastrando al país en círculos de autoritarismo, paternalismo y manipulación.
En ocasiones anteriores, en otros paros, este choque de realidades se ha hecho notorio: las comunidades deliberan colectivamente, mientras los gobiernos o interlocutores oficiales, anclados en esquemas verticales, no comprenden —o no quieren comprender— la riqueza democrática de los pueblos. A esta ceguera se suma con frecuencia la mediación eclesiástica, donde no pocos pastores actúan como “sordos mediadores”, incapaces de escuchar los procesos comunitarios y más inclinados a repetir el modelo de la autoridad vertical.
La pregunta es inevitable: ¿triunfará una vez más el grosero despotismo de quienes insisten en no reconocerse como parte del mundo indígena, o se abrirá paso, por fin, una escucha real de los procesos democráticos que laten en las comunidades? La respuesta no depende solo de los dirigentes o de los gobiernos, sino de la capacidad de toda la sociedad para reconocer que en las dinámicas comunitarias indígenas hay una pedagogía política para el país entero: la democracia no es un discurso, sino una práctica compartida.