En las democracias contemporáneas, el derecho a la protesta constituye un pilar fundamental del ejercicio ciudadano y del control político sobre el poder. En América Latina, este derecho ha sido históricamente oscurecido por gobiernos que, en lugar de escuchar las demandas sociales, han recurrido a la represión como respuesta sistemática (O’Donnell, 1994; Lechner, 1998).
El caso ecuatoriano bajo el gobierno de Daniel Noboa se inscribe en esta problemática. Ante el paro convocado en rechazo a medidas económicas percibidas como abusivas, el Ejecutivo optó por el despliegue de la fuerza pública, debilitando el diálogo y la confianza política. Este artículo argumenta que la represión no es un episodio aislado, sino la manifestación de un quiebre de la palabra dada, que erosiona las bases éticas y políticas de la democracia.
La protesta como expresión ciudadana
Las protestas no son enfrentamientos entre ciudadanos, sino acciones colectivas legítimas orientadas a demandar justicia frente a decisiones gubernamentales que afectan principalmente a los sectores populares (Tilly, 2004).
En palabras de René Zavaleta Mercado (1986), los pueblos latinoamericanos se movilizan porque “la política real no es la del palacio, sino la de la multitud que irrumpe en la historia”. En este sentido, el paro en Ecuador constituye una interpelación a un gobierno que traiciona la confianza depositada en él.
La Doctrina Social de la Iglesia respalda esta lectura al afirmar que “la participación es un deber que todos han de cumplir conscientemente, en modo responsable y con vistas al bien común” (Compendio de la DSI, n. 189). Reprimir esa participación equivale a sofocar la voz del pueblo soberano.
La palabra como fundamento del diálogo democrático
El diálogo democrático requiere confianza en la palabra. Cuando los gobernantes acceden al poder mediante promesas que luego incumplen, se quiebra el principio de legitimidad. Paul Ricoeur (1996) señala que la promesa es un acto que configura la identidad ética, pues compromete al sujeto en su fidelidad.
En el plano latinoamericano, Enrique Dussel (2006) insiste en que la política auténtica solo puede sostenerse desde la “ética de la palabra empeñada”, donde el poder se entiende como servicio al pueblo y no como dominación. Cuando la palabra se degrada en mentira y manipulación, el llamado al diálogo se convierte en un instrumento cínico de control.
La DSI converge en esta crítica: “La autoridad política debe estar siempre al servicio de la sociedad civil y orientarse al bien común” (Gaudium et Spes, 74). Cuando la autoridad se cierra al diálogo y reprime, deja de ser legítima.
La represión como amenaza a la democracia
El recurso a la represión frente a la protesta no solo refleja un déficit de gobernabilidad, sino un vaciamiento del principio democrático. Noboa, en lugar de mostrar disposición al diálogo, confirma un mandato de violencia estatal contra el pueblo que lo eligió.
Álvaro García Linera (2010) ha advertido que el uso de la fuerza como sustituto del consenso constituye una “huida hacia atrás”, propia de gobiernos débiles que temen a la movilización popular. Giorgio Agamben (2003) complementa este análisis mostrando cómo el Estado de excepción convierte a los ciudadanos en enemigos internos, desplazando la política hacia la lógica militar.
Desde la perspectiva eclesial, Pacem in Terris (1963) enseña que la paz no puede fundarse en la fuerza, sino en la verdad, la justicia, la caridad y la libertad (n. 18). La represión, entonces, no solo niega la democracia, sino también la dignidad humana y el bien común.
El caso ecuatoriano bajo el gobierno de Daniel Noboa ilustra cómo la represión de la protesta ciudadana se convierte en un atentado contra la raíz de la democracia. La democracia no se agota en la mecánica electoral: requiere confianza en la palabra, respeto a la promesa y apertura al diálogo.
Cuando la palabra política se reduce a engaño y la respuesta estatal es la represión, el pueblo deja de ser interlocutor para convertirse en objeto de dominación. Esto configura una deriva autoritaria que amenaza con transformar el poder democrático en tiranía.
Frente a ello, las instituciones democráticas y la sociedad civil están llamadas a resguardar el espacio del diálogo, restaurar la confianza en la palabra y afirmar que la autoridad solo es legítima cuando sirve al bien común. La tradición latinoamericana de lucha popular y la Doctrina Social de la Iglesia coinciden en este punto: la voz del pueblo no puede ser sofocada sin destruir la democracia misma.
Referencias (sugeridas para el artículo):
- Agamben, G. (2003). Estado de excepción. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
- Dussel, E. (2006). 20 tesis de política. México: Siglo XXI.
- García Linera, Á. (2010). Forma valor y forma comunidad. Buenos Aires: CLACSO.
- Lechner, N. (1998). Los patios interiores de la democracia. Santiago: Fondo de Cultura Económica.
- O’Donnell, G. (1994). “Delegative Democracy”. Journal of Democracy, 5(1), 55-69.
- Ricoeur, P. (1996). Sí mismo como otro. Madrid: Siglo XXI.
- Tilly, C. (2004). Social Movements, 1768–2004. Boulder: Paradigm Publishers.
- Zavaleta Mercado, R. (1986). Lo nacional-popular en Bolivia. México: Siglo XXI.
- Concilio Vaticano II. Gaudium et Spes.
- Juan XXIII. Pacem in Terris.
- Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia.