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El conocido episodio evangélico de Marta y María (Lucas 10,38-42) ha sido durante siglos interpretado como una metáfora de la tensión entre la vida activa y la vida contemplativa. Esta interpretación, sin embargo, más que nacer del corazón del Evangelio, fue modelada por las estructuras socioculturales del feudalismo, que asignaban a unos —los señores, nobles o religiosos— el privilegio del recogimiento, del estudio, de la contemplación, mientras que a otros —los siervos, campesinos o mujeres— se les reservaba el peso del trabajo, la acción, el servicio.

Esta contraposición entre contemplación y actividad, por tanto, es una construcción artificial, anclada en jerarquías sociales y no en la lógica del Reino. En el Evangelio, Jesús no desprecia el servicio de Marta ni glorifica un desinterés pasivo en María. Lo que revela es una prioridad espiritual: la necesidad de escuchar antes de actuar, de encontrar sentido antes de lanzarse a hacer. María ha escogido «la mejor parte» no porque no haga nada, sino porque ha entendido que la acción verdadera solo nace de una escucha fecunda.

Hoy, como ayer, vivimos entre gritos que compiten por nuestra atención, voces que quieren arrastrarnos a la productividad vacía, a la agitación sin dirección. En ese contexto, las palabras de Jesús suenan con fuerza: no basta hacer muchas cosas, hay que saber por qué y para quién las hacemos. Como bien señaló Viktor Frankl, el ser humano no se salva por el placer ni por el poder, sino por el descubrimiento del sentido, y ese sentido se descubre, no se fabrica. Se escucha, se acoge.

Esta es también la lógica de la sinodalidad. La Iglesia sinodal no es un mecanismo organizativo, sino una Iglesia que aprende a caminar escuchando, discerniendo, actuando con otros. Como señala el Documento Preparatorio del Sínodo:

“Escuchar es el primer paso, pero requiere tener mente y corazón abiertos, sin prejuicios. La escucha transforma al que escucha. En la práctica de la sinodalidad, Jesús mismo nos enseña que la verdadera autoridad nace de la capacidad de hacerse último, de servir a todos, y especialmente a los más olvidados.” (n. 30)

La sinodalidad rompe con esas viejas divisiones sociales disfrazadas de virtudes religiosas, donde unos pensaban y otros obedecían, donde unos contemplaban y otros ejecutaban. Caminar juntos supone reconocer que todos tenemos algo que decir y algo que hacer, pero que nada de eso tiene sentido si no nace de la escucha compartida de la Palabra y del clamor del Pueblo de Dios.

El Papa Francisco lo resume en Evangelii Gaudium:

“Una Iglesia sinodal será una Iglesia capaz de enseñar con la vida que ‘escuchar’ es más importante que ‘hablar’, y que la verdadera sabiduría no se impone, sino que se descubre en la comunión.”

María no es modelo de inactividad, sino de discernimiento. Y Marta no es reprochada por servir, sino por olvidar que el servicio sin escucha puede volverse fragmentación, ansiedad, agitación sin horizonte. El verdadero discipulado sinodal exige ambas dimensiones, pero en el orden evangélico: primero escuchar, luego caminar y servir con sentido.

Que la Iglesia, en este tiempo de sinodalidad, renuncie a los moldes heredados del poder y del privilegio, y abrace con sencillez el estilo de Jesús: escuchar para actuar, acoger para discernir, caminar juntos sin dejar a nadie fuera ni encima de los otros.