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Una institución se vuelve injusta cuando no valora objetivamente a sus miembros, sino que se rige por una lógica excluyente: la «confianza» basada en chismes, favoritismos o afinidades personales dentro de un círculo reducido de poder. Es el caso de ciertas estructuras eclesiásticas donde, bajo el pretexto de una elección legítima —como ocurre con algunos obispos provenientes de comunidades religiosas— se termina usando la investidura como plataforma de poder para ubicar a los conocidos, sin tener en cuenta el mérito, la vocación ni el bien común.

Peor aún, hay instituciones que no se interesan verdaderamente por sus miembros. Solo les importa captar adeptos, no para acompañarlos en su crecimiento humano y espiritual, sino para manipularlos y someterlos a los intereses de un grupo. Esta es una experiencia dolorosamente frecuente, tanto en la historia como en la actualidad, en ciertas iglesias, movimientos y sectas. No se brinda acceso a derechos básicos —seguridad social, formación, promoción—, sino que se exige obediencia ciega, dependencia emocional y sometimiento ideológico.

Con frecuencia, estas estructuras caen bajo la influencia de los poderosos, que las utilizan como instrumentos para someter a los pobres y débiles, explotando su fe sincera, su necesidad y su ignorancia. Se perpetúa así un modelo servil de institución religiosa, que ya no defiende a su pueblo, sino que lo entrega dócilmente a los intereses de grupos políticos, económicos o religiosos que solo buscan conservar el poder.

No faltan quienes —dentro de esas instituciones— reciben beneficios de políticos o gobernantes, no para el bien del pueblo, sino para sus propios intereses o los de sus grupitos. Así se cierra un círculo perverso: quienes debieran ser servidores del Evangelio se convierten en cómplices de un orden injusto. En vez de ser defensores de la conciencia, se transforman en guardianes del sometimiento.

Uno de los abusos más graves en este contexto es la manipulación de la religiosidad popular. En lugar de evangelizar con respeto y promover una fe adulta, muchos líderes eclesiales refuerzan supersticiones, cultos vacíos o devociones instrumentalizadas, con tal de mantener el control de las masas. La religiosidad del pueblo —expresión de búsqueda genuina y amor profundo a Dios— es utilizada como opio para perpetuar la ignorancia, en lugar de ser una puerta de entrada a una vida cristiana más plena, consciente y liberadora.

El Documento de Puebla advertía que la fe del pueblo no debe ser “manipulada ni explotada”, sino acompañada, iluminada y respetada (DP 448). El Papa Francisco lo ha reiterado con fuerza: «La religiosidad popular es una forma legítima de vivir la fe, pero debe ser evangelizada, no utilizada para otros fines» (Evangelii Gaudium, 69).

Esta manipulación religiosa suele ir de la mano con la perpetuación de formas de gobierno monárquicas, autoritarias, verticalistas, tanto dentro de la Iglesia como en la vida política. Se desalienta la participación, se acalla la voz del pueblo, se le niega el discernimiento comunitario. Así se desfigura la esencia misma de la Iglesia, llamada a vivir en sinodalidad, corresponsabilidad y comunión.

El Concilio Vaticano II, en Lumen Gentium, fue claro: “La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo, no puede errar en la fe” (LG 12). Y el Papa Francisco ha insistido en que «una Iglesia sinodal es una Iglesia de la escucha» (Discurso en el 50º aniversario del Sínodo, 2015), que no puede construirse sobre la obediencia ciega, sino sobre el diálogo, el discernimiento y la corresponsabilidad.

En lugar de buscar el bien de las personas, estas instituciones promueven líderes que responden a intereses egoístas o a criterios de espectáculo, sin claridad sobre los fines esenciales. Pero el objetivo de la Iglesia no es conservar estructuras ni asegurar cargos, sino realizar concretamente la fe: la salvación de las almas, que pasa necesariamente por la promoción de la dignidad humana y la construcción de comunidades donde se viva la caridad evangélica.

Fratelli Tutti denuncia esta lógica de exclusión y poder: “La política no puede someterse a la economía, y esta no debe someterse a los dictámenes y al paradigma eficientista de la tecnocracia” (FT 177). Cuando se traiciona este orden, también la Iglesia, si no está atenta, puede caer en esas mismas lógicas de funcionalismo y control.

Cuando se eleva a personas por su capacidad de manipular o impresionar, y no por su testimonio de vida, se traiciona el Evangelio. La institución deja de ser medio de gracia y se convierte en un sistema de exclusión. Se abandona la misión pastoral, se oscurece el rostro de Cristo y se aleja al pueblo de Dios del camino de la verdad y la libertad.