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La película El Hombre Gris (The Gray Man, 2022), dirigida por los hermanos Russo, parecería otra producción de acción hollywoodense: explosiones, persecuciones, agentes secretos y batallas coreografiadas. Pero detrás de ese espectáculo visual se esconde un relato mucho más inquietante y reconocible: una agencia estatal secuestrada desde adentro, convertida en instrumento de poder personal y encubrimiento, en vez de servicio público.

La CIA, en este caso, no protege al pueblo ni a la democracia. Sirve a una camarilla. Y el mayor enemigo no es el terrorista de turno, sino el agente que, desde adentro, se atreve a cuestionar la estructura corrupta.

¿Ficción o reflejo?

En Ecuador, esa historia no es una metáfora lejana. La hemos vivido —y la vivimos— cuando vemos cómo el aparato estatal se pone al servicio de intereses particulares. Lo que en la película son contratistas y agentes encubiertos, en nuestra realidad son empresarios que terminan de embajadores, funcionarios que entran a la política para proteger negocios familiares, o ministerios que trabajan más para una élite que para el pueblo.

El reciente caso de Progen es revelador: El señor Wundt, tras ser señalado públicamente como uno de los responsables de decisiones dudosas en la gestión empresarial, no vuelve a rendir cuentas ni a corregir errores. Es premiado con una embajada, como si el Estado fuera una herencia familiar, y no un pacto social.

Esto no es nuevo. En Ecuador, muchas embajadas han sido usadas como refugios políticos, premios de campaña o cuotas familiares. Lo diplomático pierde su dimensión pública y se convierte en un botín, una insignia privada de poder.

Cuando el Estado deja de ser de todos

El Hombre Gris nos recuerda que la corrupción institucional no comienza con un escándalo mediático, sino con algo más sutil: la normalización de lo injusto. Cuando un funcionario público actúa como si su cargo fuera suyo, cuando un ministerio responde más al empresariado que al pueblo, cuando un joven adinerado entra al gobierno por contactos y no por méritos, algo se ha quebrado.

Ese quiebre es el secuestro de lo público.

  • Se distorsiona la finalidad de las instituciones.
  • Se borra la línea entre lo estatal y lo personal.
  • Se criminaliza a quien denuncia y se premia a quien calla.

El hombre gris como símbolo de conciencia

En la película, Sierra Six es un agente entrenado para obedecer. Pero algo en su interior, una fibra moral, lo lleva a decir “no”. En ese momento, se convierte en el enemigo del sistema. No porque traiciona a su país, sino porque no acepta traicionar su conciencia.

Ese personaje representa a muchas personas en nuestro país:

  • Funcionarios honestos que se niegan a ser cómplices.
  • Fiscales que investigan sin importar el apellido del implicado.
  • Líderes sociales que defienden el territorio frente a los megaproyectos.
  • Ciudadanos comunes que no venden su voz.

En Ecuador también hay hombres y mujeres grises: no buscan fama, no lideran partidos, no salen en los noticieros, pero sostienen la dignidad del Estado desde adentro.

El monstruo institucional

Cuando lo público se convierte en herramienta privada, no queda más que un cascarón. Un monstruo elegante, técnico, bien maquillado, pero podrido por dentro. Un Estado que sonríe en las cámaras, pero golpea al pueblo en las calles, que habla de transparencia, pero oculta favores bajo la mesa.

Ese monstruo no siempre ruge. A veces habla suave, en inglés, desde una embajada. A veces firma decretos, administra contratos, contrata asesores, regala embajadas.

Y en ese contexto, el gris que actúa con dignidad es ya una forma de resistencia.

Lo que está en juego no es una película. Es el sentido mismo de lo público. ¿Para quién trabaja el Estado? ¿Quién decide quién entra y quién calla? ¿Quién es premiado, y quién perseguido?

El Hombre Gris nos deja una advertencia: cuando el poder pierde su brújula ética, los silenciosos pueden convertirse en la única grieta por donde entra la justicia. Ojalá no dejemos de verlos. Y ojalá no dejemos de serlo.