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Jesús de Nazaret no vino simplemente a hablar de Dios. Vino a mostrarnos quién es Dios y cómo podemos entrar en relación con Él. Entre los muchos títulos que la tradición ha dado a Jesús —Señor, Cristo, Hijo del Hombre— hay uno que brota con especial ternura de sus labios: Padre. La relación del hombre con Dios, según Jesús, está profundamente marcada por esta palabra.

Pero esta relación no es automática ni teórica. No basta con llamarle «Padre» o «Papito», ni con repetir fórmulas aprendidas. Para Jesús, la verdadera relación con Dios como Padre está condicionada por la acogida práctica de sus enseñanzas. “No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre” (Mt 7,21). En otras palabras, la relación con Dios no se establece con declaraciones, sino con decisiones; no con rezos vacíos, sino con la obediencia de la vida.

Acoger al Maestro, poner por obra sus palabras

Jesús no impone, propone. Su enseñanza es semilla lanzada en distintos terrenos. La diferencia no está en la semilla, sino en la tierra que la acoge. Escuchar a Jesús sin intención de vivir lo que enseña es como construir sobre arena. Solo el que escucha y pone en práctica sus palabras edifica sobre roca (cf. Mt 7,24-27).

Esta puesta en práctica no es una carga legalista, sino un camino hacia la experiencia de Dios. No se trata solo de cumplir normas, sino de aprender a vivir como hijos. Quien acoge las enseñanzas de Jesús y las hace vida, comienza a experimentar a Dios como un Padre real, cercano, concreto. No es una idea abstracta de paternidad divina, sino una vivencia: Dios se vuelve presencia que consuela, que corrige, que provee, que abraza.

¿Queremos realmente conocer a Dios?

Esta pregunta nos interpela con fuerza: ¿estamos verdaderamente interesados en conocer a Dios como Padre? Porque si lo estamos, deberíamos empeñarnos en conocer el contenido de las enseñanzas de Jesús, y no solo como cultura religiosa, sino como guía de vida. La relación con Dios pasa por el seguimiento del Hijo.

¿Hemos aprendido algo de la lectura del Evangelio? ¿Hemos comprendido, por ejemplo, lo que significa perdonar a quien nos ha ofendido? ¿Por qué nos cuesta tanto soltar el rencor, aun sabiendo que ese peso nos hace daño? Jesús nos ha hablado con claridad sobre la necesidad del perdón, no como un ideal abstracto, sino como una condición para vivir en libertad. El Evangelio no es solo para admirarlo, sino para vivirlo. Y es en ese vivir donde se revela el Padre.

Jesús lo dice sin ambigüedades: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14,9). Y también: “El que me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23).

Guardar la palabra: una forma de amar

La relación con Dios como Padre se vuelve real cuando guardamos la palabra de Jesús. Este verbo, en el lenguaje bíblico, no se refiere a un simple almacenamiento de información. Guardar es sinónimo de cuidar con afecto, de prestar atención, de mantener vivo lo que se considera valioso. Guardar la palabra es tenerla presente en la conciencia, recordarla en los momentos de duda, aplicarla en las decisiones concretas.

Guardar es amar. Es valorar lo que se ha recibido. Es hacer espacio para que la enseñanza del Maestro se convierta en aliento de cada día. Es decirle a Dios: me importa lo que dices, confío en tu voz, quiero caminar contigo.

La relación con Dios como Padre no es un sentimiento espiritual vago, ni una creencia heredada. Es una realidad que se construye desde la acogida viva de las enseñanzas de Jesús. Quien se toma en serio el Evangelio, se encuentra con Dios. Quien se esfuerza por ponerlo en práctica, se convierte en hijo. Y quien vive como hijo, experimenta el amor del Padre.

Quizá la pregunta que debamos hacernos hoy no es simplemente si creemos en Dios, sino si guardamos su palabra con afecto, con interés, con decisión. Porque sólo así conoceremos a Dios, no solo de oídas, sino por experiencia.