En el Evangelio de Juan (21,15-17), encontramos una de las escenas más conmovedoras del encuentro entre Jesús resucitado y Simón Pedro. Después del fracaso, de la traición, del dolor de la negación, Jesús no reprende a Pedro. No le hace un reproche directo. En cambio, le hace una pregunta sencilla y profunda: “¿Me amas?”

Esta pregunta, repetida tres veces, no es una simple insistencia. Es una oportunidad de sanación. Pedro había negado a Jesús tres veces. Ahora, Jesús le da espacio para afirmar su amor tres veces. Pero algo ha cambiado. Pedro ya no responde con el ímpetu temerario de antes. No hay promesas grandilocuentes. No dice que nunca lo negará otra vez. Ahora, responde con humildad, desde el reconocimiento de su fragilidad: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero.”

El amor que se descubre en la fragilidad

Pedro ha descubierto algo esencial: no se trata de no fallar, sino de dejarse amar incluso en el fracaso. La fragilidad no lo descalifica; al contrario, lo vuelve más humano, más real, más disponible para recibir el encargo de Jesús: “Apacienta mis corderos… apacienta mis ovejas.”

Jesús no busca líderes impecables. Busca testigos del amor. Y los mejores testigos del amor son aquellos que han sido perdonados, que conocen el dolor de la caída y la dulzura de la misericordia.

Un modelo de liderazgo para la Iglesia

Esta escena es un paradigma para todo ministerio en la Iglesia. Ser pastores —en cualquier forma de servicio: sacerdotes, laicos comprometidos, catequistas, animadores de comunidades— no nace del mérito, sino del amor recibido y renovado. No somos llamados a apacentar desde la perfección, sino desde la comunión con Cristo, que nos levanta una y otra vez.

Un liderazgo auténticamente cristiano brota del discernimiento humilde: de saber quiénes somos realmente, sin máscaras, y de permitir que Jesús nos mire con amor, incluso en nuestras sombras. Así se forma el corazón del buen pastor: no en la dureza del juicio, sino en la ternura del perdón.