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Lo que era o es despreciable en Rafael Correa —para mí— se muestra en Daniel Noboa en grado superlativo: las ínfulas de absolutismo, la nula apertura a la crítica interna, la falta de preparación y de verdadera organización de las bases, y la corrupción en el desempeño de los encargos, de algunos de sus allegados. A ello se suma un servilismo amplificado hacia los grupos privilegiados, tan evidente como la ausencia de políticas orientadas al bien común de los ecuatorianos.

Si algo caracterizó al gobierno de Correa fue su dedicación por la obra pública, que sirvió de referencia visible para medir su gestión. En cambio, el actual gobierno de Noboa parece empeñado en destruir toda forma de servicio público, desmantelando la institucionalidad y reduciendo la acción del Estado a un ejercicio de marketing y represión.

No se puede enmarcar el gobierno de Rafael Correa como uno de izquierda —fue, más bien, de centro o dentro del liberalismo estatista—; del mismo modo, sería un error calificar al gobierno de Daniel Noboa como liberal o de derecha. Su orientación se asemeja más a un neoliberalismo autoritario, o incluso fascistoide, por su abierta hostilidad hacia la democracia y su intento de someter a la población al servilismo de la clase dominante.

La ilusión de muchos ecuatorianos era que la derecha, llegada al poder, seguiría el camino de la obra pública y la profundización democrática. Sin embargo, los gobiernos de Lenín Moreno, Guillermo Lasso y Daniel Noboa han retornado al despotismo clásico y a la satrapía de las élites, que no buscan gobernar para el pueblo, sino mantener a los demás ecuatorianos —especialmente a los más pobres— como sirvientes de su propio privilegio.