Seleccionar página

El Paro Nacional fue asumido con seriedad y dignidad por las comunidades de Otavalo, Cayambe, Pedro Moncayo, San Miguel del Común, entre otras. Ellas no salieron a las calles por capricho, sino por convicción, defendiendo derechos básicos, la justicia social y la dignidad del Ecuador profundo.

La respuesta del gobierno de Daniel Noboa fue una represión brutal y desmedida. Se utilizaron abusiva y deshonrosamente a los miembros de la Policía y de las Fuerzas Armadas contra el propio pueblo al que juraron proteger. Esa violación de los Derechos Humanos constituye, por sí sola, motivo suficiente para que Noboa deje el encargo del poder que el pueblo le confió, pues atentó contra la Democracia y la República.

Por la virulencia de la represión se puede suponer que el régimen buscaba provocar una mayor mortandad, con el fin de infundir terror y quebrar el espíritu de resistencia. Sin embargo, en medio de ese abuso quedaron también expuestos militares y policías que conservaron su dignidad, negándose a ejecutar órdenes inhumanas. Este hecho demuestra que la conciencia no ha sido del todo anulada en las instituciones del Estado.

La violencia estatal tuvo además un propósito más amplio: amedrentar a todo el país, advertir a los ecuatorianos que nadie debe atreverse a cuestionar al poder. Tal fue -en una ocasión similar- el mensaje implícito tras la persecución y encarcelamiento del Dr. Freddy Carrión, ex Defensor del Pueblo, a quien se castigó precisamente por cumplir con su misión: defender al pueblo. Se quiso así poner un precedente para que ningún Defensor vuelva a levantar la voz en favor de los derechos y de la justicia.

En torno a Noboa se ha formado un corifeo de aprovechadores y oportunistas, muchos de ellos provenientes del antiguo régimen de Rafael Correa, que ahora lo acusan y culpabilizan para disimular su propio pasado. Otros, que antes se presentaban como defensores de los pobres y cercanos a las comunidades, han mostrado su verdadero rostro: solo instrumentalizaron el dolor del pueblo para su propio beneficio, enmascarados con el discurso de la defensa de los más humildes.

Durante el Paro, el régimen desplegó no solo violencia física, sino también violencia simbólica: infiltrados, noticias falsas, campañas de desprestigio y acusaciones infundadas de vínculos con la minería ilegal, el narcotráfico o el “influjo psíquico” de Correa. Todo ello formó parte de una estrategia para deslegitimar la protesta y deshumanizar a sus protagonistas.

Se reactivaron los viejos prejuicios: racismo, clasismo y desprecio por la cultura popular. En el racismo, un desprecio a sí mismos, a la propia identidad y dignidad; en el clasismo, el olvido de que toda organización y desarrollo dependen de la participación de quienes, precisamente por sus condiciones más duras, sostienen la base del país. Ese desprecio de lo popular parte de la ilusión de que todos podrían algún día ingresar al pequeño grupo de los privilegiados —cuando en realidad convendría preguntarse si tales privilegios son justos y de dónde proviene la riqueza que los sostiene.

A esto se sumó una calumnia horrorosa: las noticias que hablaban de la supuesta destrucción de las ciudades. Los hechos demostraron lo contrario. Tras las movilizaciones, las vías quedaron expeditas y los pueblos intactos, como después de una buena barrida. No hubo caos ni devastación, sino el eco de un pueblo que expresó con fuerza su reclamo y luego volvió con la misma serenidad con que salió. Las mentiras mediáticas buscaron construir el miedo que la fuerza no pudo imponer.

Se intentó presentar al indígena, al campesino, al trabajador, como amenaza, como obstáculo, como “enemigo interno”. Pero lo que en realidad emergió fue la dignidad de un país que no quiere seguir siendo utilizado ni silenciado.

Resulta especialmente hipócrita que quienes viven del turismo, de la gastronomía o de los textiles inspirados en las comunidades, pretendan mirar con desdén a los pueblos que son el alma del Ecuador. El turismo nacional e internacional tiene como principal fuente de inspiración precisamente a las comunidades: su paisaje, su arte, su espiritualidad, su hospitalidad.

Por eso -incluso-, sería justo establecer una tasa o contribución solidaria que destine parte de los ingresos turísticos y comerciales a las comunidades indígenas y rurales. Las ciudades como Ibarra, Quito o Cuenca, que se benefician directa o indirectamente de la cultura de los pueblos, son en realidad deudoras de esas comunidades que sostienen, con su trabajo y su identidad, la imagen misma del país.

El Paro Nacional no fue una crisis: fue una revelación moral. Mostró quién defiende el poder y quién defiende la vida.