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Los jesuitas del Ecuador han publicado una carta titulada “Un llamado a la Reconciliación, por la justicia social y la dignidad humana”. El título suena noble, evoca un anhelo cristiano de unidad. Pero ante la situación que vive el país, esa palabra —“reconciliación”— parece pronunciada desde un lugar demasiado cómodo, como si se hubiera olvidado que, en el Evangelio, reconciliar no significa apaciguar sino sanar la herida de la injusticia.

1. La reconciliación sin verdad es complicidad

¿Reconciliación con quién? ¿Con el gobierno que reprime al pueblo mientras habla de paz? ¿Con los grupos económicos que sostienen ese poder injusto? ¿Con los militares pobres que, sin oportunidades, terminan reprimiendo a sus propios vecinos y familias? ¿Con los votantes que se dejaron chantajear por el marketing político? ¿Con los estrategas de la manipulación electoral? ¿Con los que desde el altar sugirieron el voto por el candidato del poder? ¿Con los jueces que violan la Constitución, con los comunicadores que repiten sin pensamiento crítico, con los caudillos que se enriquecen mientras llaman “orden” a la represión? ¿Con quién quieren que nos reconciliemos? ¿Con nosotros mismos, por haber sido ingenuos y crédulos, creyendo una vez más en salvadores sin alma y en discursos de cartón?

La Escritura enseña que la reconciliación nace del reconocimiento del pecado y del compromiso con la verdad. San Pablo lo expresa con claridad:

“Dios nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación” (2 Cor 5,18). Pero esa reconciliación no fue barata: pasó por la cruz. No fue pacto con los poderosos, sino entrega solidaria hasta el sacrificio. Jesús no se reconcilió con los opresores sin exigir conversión; no abrazó a los fariseos sin desenmascarar su hipocresía. La reconciliación sin verdad es falsa paz; es complicidad con el pecado.

2. Paz no es silencio: es fruto de la justicia

El profeta Isaías denuncia a quienes proclaman la paz mientras perpetúan la injusticia:

“El efecto de la justicia será la paz” (Is 32,17).

Y Jeremías advierte:

“Curan a la ligera la herida de mi pueblo, diciendo: ‘¡Paz, paz!’, y no hay paz” (Jer 6,14).

Una Iglesia que llama a la reconciliación sin confrontar la raíz del mal —la concentración del poder, la corrupción, la impunidad— no sana, sino que anestesia.

El Papa Francisco ha sido enfático:

“No se puede hablar de reconciliación sin reconocer las injusticias que la provocaron. La paz social es trabajosa y exige que cada uno renuncie a defender sus privilegios” (Fratelli Tutti, n. 244).

Por eso, cuando se invoca la reconciliación sin el trabajo previo de la justicia, se convierte en un eslogan vacío, en una espiritualidad “light” que pretende que olvidemos los abusos a cambio de calma.

3. Reconciliar es asumir el conflicto evangélicamente

Jesús no rehuyó el conflicto: lo asumió para transformarlo. Su reconciliación no fue evasión, sino encuentro doloroso con la verdad. Por eso dice:

“No vine a traer paz, sino espada” (Mt 10,34), no para promover violencia, sino para romper las mentiras que sostienen las falsas armonías.

En este contexto, el llamado a la reconciliación sólo tiene sentido si empieza por escuchar el clamor de los pobres y de las víctimas. No se trata de reconciliarnos con quienes causan el sufrimiento sin que antes haya reconocimiento, reparación y conversión.

El Papa Pablo VI lo resumió en Populorum Progressio: “El desarrollo es el nuevo nombre de la paz.” (n. 76) Y sin justicia social —sin pan, sin trabajo, sin verdad— no hay desarrollo, y por tanto, no hay paz ni reconciliación posibles.

4. La Iglesia no puede ser neutral ante el pecado estructural

El Papa León XIII, en Rerum Novarum, advirtió que la neutralidad ante la injusticia es una forma de alianza con el opresor. Y Francisco lo reitera con fuerza: “Frente a las injusticias, la Iglesia no puede ser neutral. Quien se mantiene neutral, se pone del lado del poderoso” (Evangelii Gaudium, n. 218).

Por eso, cuando se nos pide “reconciliación” mientras se mantiene el silencio ante la represión, la corrupción y la desigualdad, esa palabra deja de ser evangélica para convertirse en política de acomodamiento.

5. La verdadera reconciliación: memoria, justicia y esperanza

Reconciliar no significa olvidar, sino recordar de manera redentora. Significa sanar desde la verdad y no desde la mentira. Significa que el rico repare al pobre, que el violento reconozca su culpa, que el corrupto devuelva lo robado. Solo así se abre paso la gracia de la reconciliación.

El Documento de Aparecida lo dice con claridad profética: “La reconciliación exige un proceso de purificación de la memoria, una conversión del corazón y una voluntad firme de construir la justicia” (DA, n. 543).

Por eso, mientras las estructuras del pecado sigan dominando la vida política, económica y eclesial del Ecuador, hablar de reconciliación es prematuro. Primero debe llegar la justicia que purifica, la verdad que incomoda y la conversión que duele. Entonces sí, la reconciliación podrá ser un acto de fe y no un simulacro de paz.

La reconciliación no puede ser excusa para el olvido ni consigna para el silencio. Debe ser un compromiso con la verdad, con las víctimas y con el Dios que se hizo carne entre los crucificados de la historia. Hasta que eso ocurra, la única reconciliación posible es con la verdad y con el pueblo. Porque sin justicia, toda “reconciliación” es un insulto a la cruz de Cristo.