El machismo de algunos hombrecitos se expresa en los gritos con los que intentan amedrentar a sus parejas: amenazas como “te dejaré sin dientes, coja, tuerta o patoja” revelan la lógica del dominio y del miedo. Esa misma lógica —absurda, brutal y vil— se patentiza hoy en la represión del gobierno de Daniel Noboa contra el pueblo ecuatoriano en Otavalo.
Absurda, porque la verdadera política en democracia se construye mediante el diálogo y el valor de la palabra. Sin embargo, en este gobierno la palabra ha sido degradada, traicionada y convertida en instrumento de manipulación.
Brutal, por la magnitud del operativo militar y policial desplegado: helicópteros, tanquetas, fusiles de asalto, bombas aturdidoras, gases lacrimógenos y hasta balas reales contra un pueblo desarmado.
Vil, por la mentira de disfrazar la represión con un supuesto convoy humanitario, usando los medios de comunicación no para informar, sino para fabricar una coartada y distraer al país con falsos relatos.
Se ha recurrido incluso al uso de las Fuerzas Armadas y de la Policía —integradas en buena parte por hijos de familias pobres que encuentran allí una salida ante la falta de oportunidades— para reprimir a sus propios hermanos. Con ello se ultraja la honra de las instituciones militares y policiales, reducidas a instrumentos del miedo y no de protección ciudadana. Como recordó Pablo VI: “el desarrollo es el nuevo nombre de la paz; y quien trabaja por la paz trabaja también por el desarrollo del hombre entero y de todos los hombres”¹. La represión, por el contrario, niega toda posibilidad de desarrollo humano integral y toda paz verdadera.
Detrás de todo esto hay otros intereses, donde los ecuatorianos son convertidos en peones de servicio, objetos de usar y desechar. En la Asamblea, la verborrea de ciertos legisladores no hace sino agravar el descrédito de la política, convertida en teatro de cinismo y corrupción. León XIII ya lo denunciaba en Rerum Novarum: “No es justo ni humano aprovecharse de la miseria ajena para obtener lucro o poder”². Esa advertencia resuena hoy con fuerza en un país donde la pobreza del pueblo se utiliza como excusa y como instrumento político.
Y lo doloroso: en este escenario no hay rastro de los valores del Evangelio, aunque haya sacerdotes que viajen en el avión presidencial o que hayan hecho campaña para el ascenso de un déspota.
Lo más grave, sin embargo, no es solo la violencia ni la mentira, sino la falta de vergüenza. No sienten remordimiento ni se arrepienten por el mal cometido —sea por ignorancia, odio o venganza—, porque en el fondo no conocen ni aman al pueblo al que deberían servir. Como refleja el uso del vos o del tú sin consideración, sin amistad ni conocimiento, con la altivez de quien desprecia desde arriba —como los detestables gamonales que aún creen que mandar es humillar—. Para muchos de ellos, ese pueblo tiene un nombre despectivo: indios, longos, como si ellos pertenecieran a una supuesta “crema” social que solo existe en sus frustraciones y delirios de superioridad.
Así, la represión de Otavalo no es un hecho aislado, sino el reflejo de un país que aún no ha aprendido a mirarse sin desprecio, ni a gobernarse sin miedo, y hace del racismo un contento banal, una costumbre que se celebra sin pensar, como si humillar al otro fuera una forma de afirmarse en el vacío. Como advierte el Papa Francisco, “la indiferencia y la desigualdad son el verdadero enemigo de la paz”³. Y cuando el poder se vuelve indiferente al sufrimiento del pueblo, el racismo deja de ser vergüenza y se convierte en una fiesta triste, donde la humanidad misma se degrada.
Notas
- Pablo VI, Populorum Progressio (26 de marzo de 1967), n. 76.
- León XIII, Rerum Novarum (15 de mayo de 1891), n. 34.
- Francisco, Fratelli Tutti (3 de octubre de 2020), n. 271.