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En cada celebración litúrgica, especialmente en las grandes solemnidades como Pentecostés, se perciben rostros emocionados, miradas elevadas, lágrimas furtivas, conmociones internas… Es cierto que los signos sensibles —la música, el canto, el color, la belleza del rito, incluso la apariencia del celebrante— pueden tocar el corazón. Pero también es cierto que, para muchos, eso es todo. Van tras lo que sienten, lo que les hacen sentir. Como si los sacramentos fueran estaciones de recarga emocional o estética.

Frecuentar los sacramentos solo por lo que se experimenta sensiblemente —una atmósfera conmovedora, una voz melodiosa, una prédica emocionante— es quedarse en la superficie del misterio. Es adoptar el papel de recipientes vacíos que acuden para ser llenados, sin comprender que el Evangelio no se limita a llenar vacíos, sino a transformar corazones, a convertir recipientes en fuentes.

Hay una imagen que suele utilizarse con frecuencia: la de las masas como vasos vacíos, necesitadas de un contenido que alguien les provea. Quien la pronuncia casi siempre tiene a mano ese “contenido”: una doctrina, una promesa, una emoción, una pertenencia… Es una estrategia tan antigua como peligrosa. Las sectas y los manipuladores han sabido explotar muy bien esta necesidad de plenitud, de sentido, de pertenencia. Pero el Espíritu Santo no actúa así.

En Pentecostés no se derrama una experiencia sentimental, sino una Persona: el Espíritu Santo. No es un relleno para vacíos interiores, sino un manantial que brota desde dentro. Como dijo Jesús: «El que tenga sed, que venga a mí; y el que cree en mí, que beba. Como dice la Escritura: de su seno brotarán ríos de agua viva» (Jn 7,37-38). Quien acoge a Cristo y confía en el Padre, no se convierte en recipiente pasivo, sino en criatura nueva, capaz de vivir en libertad. «Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Cor 3,17).

No se trata de una libertad entendida como sujeción o dependencia emocional, sino como la capacidad de vivir en comunión con Dios y con los hermanos, desde una obediencia fecunda que crea algo nuevo. San Ireneo de Lyon lo expresó así: «Allí donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia» (Contra las herejías, III, 24,1).

La participación sacramental es mucho más que “sentir bonito”. Es entrar en relación con el Dios vivo, que se nos da en su Hijo y se derrama por su Espíritu. Es una relación que transforma la vida entera, que no repite experiencias ajenas ni busca conservar emociones efímeras, sino que inaugura algo nuevo, inédito, tan original como el fuego que descendió sobre los Apóstoles en Jerusalén: «Se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; todos quedaron llenos del Espíritu Santo» (Hch 2,3-4).

El Espíritu de Pentecostés no llena recipientes; enciende corazones, forma comunidades, edifica la Iglesia. Nos libera de la pasividad del espectador o del consumidor espiritual, y nos llama a ser discípulos en misión, miembros vivos del Cuerpo de Cristo, testigos de un amor que no se consume en sí mismo, sino que se dona.

Como escribió San Basilio: «El Espíritu Santo no llena como un recipiente se llena de agua, sino que transforma y diviniza al que lo recibe» (Tratado sobre el Espíritu Santo, XV,36).

Celebremos Pentecostés, entonces, no como quienes “van a recibir algo”, sino como quienes han sido llamados a vivir desde el Espíritu, con libertad, con creatividad, con fe. Que no nos quedemos con lo que sentimos, sino con lo que el Espíritu nos invita a ser: fuentes de agua viva en medio de un mundo sediento.