En los relatos de la resurrección, hay un detalle que llama profundamente la atención: los discípulos no reconocen de inmediato a Jesús. María Magdalena piensa que es el jardinero. Los discípulos de Emaús caminan con Él largo rato sin saber quién es. Los pescadores, en la orilla del lago, lo ven desde la barca pero no se atreven a preguntarle «¿quién eres?» porque saben, en lo profundo del corazón, que es el Señor (cf. Jn 21,12).
Este hecho no es secundario. Nos habla de un misterio profundo de la fe cristiana: Jesús ha resucitado, pero no simplemente volvió como era antes. Su cuerpo no es un cadáver revivido, sino un cuerpo glorioso, transformado, libre de las limitaciones del tiempo y del espacio. Y sin embargo, sigue siendo el mismo. El Crucificado es el Resucitado.
El cuerpo de Jesús resucitado es el mismo, pero no idéntico. Tiene continuidad —es el mismo Jesús que caminó con ellos, que fue clavado en la cruz— pero también ha sido transformado. Conserva las llagas de su pasión, pero aparece en lugares cerrados, desaparece de forma repentina, y sus amigos no lo reconocen de inmediato.
¿Por qué sucede esto? Porque ahora Jesús se da a conocer de otra manera. Ya no se impone por la evidencia de su figura física. Ahora se revela a través del amor. María lo reconoce cuando la llama por su nombre. Los discípulos de Emaús lo reconocen al partir el pan. Pedro, cuando ve la pesca milagrosa, no necesita más pruebas: “Es el Señor”.
Y aquí aparece una verdad que toca el corazón: solo lo que tiene corazón puede resucitar. Las cosas, lo que es puramente funcional, lo que no ama, no resucita. La resurrección no es solo una transformación física: es el fruto del amor, del don total de sí. Por eso, el amor es el acto propio del corazón que abre la puerta a la vida nueva. Solo el amor es más fuerte que la muerte, porque el amor no pasa nunca (cf. 1 Cor 13,8).
Además, hay una experiencia humana que confirma esta verdad: el amor verdadero entre los seres queridos no se resigna ante la muerte. Cuando se ama de verdad, no se puede aceptar que todo termine con un adiós. El corazón se rebela, porque sabe —intuitivamente— que ese amor no puede morir. El amor auténtico clama por la resurrección, espera el reencuentro, ansía la plenitud. Si hemos amado de verdad, no podemos imaginar un final definitivo. Por eso, la fe en la resurrección no es una idea impuesta desde fuera: nace del corazón que ha amado y ha sido amado.
También nosotros vivimos esta paradoja. Queremos ver a Jesús, queremos encontrarlo cara a cara. Pero muchas veces se nos presenta de formas inesperadas, desfiguradas, humildes. En el hermano que sufre, en el gesto silencioso de quien perdona, en la Eucaristía que parece pan común. Y si no hemos cultivado el amor, podemos pasar de largo.
Por eso, en este tiempo de Pascua, la invitación es clara: dejarnos transformar por el amor. Aprender a reconocer a Jesús en los signos pequeños, en los gestos cotidianos, en la comunidad que camina, en la Palabra que arde por dentro. El Resucitado está vivo, pero no siempre es evidente. Solo quien ha amado, lo reconoce.
El escritor español Javier Cercas compartió al Papa Francisco un recuerdo de su madre, que decía con ternura y certeza: «yo quiero volver a ver a tu padre», después de su muerte. Le preguntó entonces al Papa si era posible ese reencuentro. Y Francisco, con la sabiduría que brota de la fe y del amor, le respondió:
«Sí. El amor verdadero es definitivo, no muere. Lo volverá a ver.»