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El esfuerzo de discernir y de pensar está en el corazón de la enseñanza de Jesús. Por eso recurre a las parábolas: no para simplificar el mensaje, sino para invitarnos a mirar más allá de las apariencias. Sin ese esfuerzo interior, el contenido de la enseñanza se perdería en el mismo instrumento que pretende transmitirlo.

La parábola del fariseo y del publicano muestra que también en la oración se necesita discernimiento. El fariseo habla mucho, pero no escucha; confía en sus méritos y busca controlar el resultado de su plegaria. El publicano, en cambio, guarda silencio interior, se reconoce débil y deja espacio a la misericordia. Su oración nace de la escucha: escucha de sí mismo y del Dios que habla en el silencio del corazón.

El papa Francisco enseña que “la oración humilde es escuchada por Dios. En cambio, la oración del soberbio no llega al corazón de Dios. La oración del humilde abre la puerta, la del soberbio la cierra” (Homilía en Santa Marta, 1.4.2014). Esa humildad del corazón es la que permite escuchar la Palabra de Dios y dejar que ella ilumine nuestra vida, para ser comunidad.

La oración verdadera no consiste en hablar mucho, sino en escuchar. Escuchar a Dios nos enseña a escucharnos y a escuchar a los demás; y esa actitud interior es también la base del diálogo. Sin escucha no hay encuentro, solo monólogos paralelos. Pero cuando aprendemos a escuchar —en la oración, en la comunidad, en la vida cotidiana—, se abre el espacio donde el Espíritu puede hablar y transformar.