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El reciente comentario del pensador italiano Piergiorgio Odifreddi sobre la muerte de un promotor de la violencia y su eventual destino trágico, relacionándolo con el contexto político ecuatoriano actual. Desde una perspectiva ética y política, muestro que la provocación como acto generador de violencia, tomando como referencia los principios evangélicos, la reflexión filosófica contemporánea y la doctrina social de la Iglesia. El caso del presidente Daniel Noboa sirve como ejemplo de cómo las narrativas de poder pueden utilizar la provocación y el uso simbólico de la violencia para justificar el autoritarismo y el control social.

1. Introducción: una polémica y su trasfondo moral

El matemático y divulgador italiano Piergiorgio Odifreddi encendió recientemente un debate al comentar la muerte de un conocido predicador de la violencia, insinuando que quien promueve la violencia puede terminar siendo víctima de ella. Su alusión al verso evangélico “Quien a espada hiere, a espada perecerá” (Mt 26,52) despertó múltiples reacciones. Algunos interpretaron su afirmación como una justificación implícita del asesinato; otros, como una advertencia ética sobre la lógica autodestructiva de la violencia.

Más allá de los juicios mediáticos, la cuestión de fondo es filosófica y teológica: ¿puede la violencia ser comprendida como un mecanismo que se autoinmola? ¿Es legítimo advertir que quien convoca al mal termina atrapado en su propia trampa? El Evangelio, sin justificar la venganza, señala una ley espiritual y social: la violencia engendra violencia, y quien la invoca llama a su propia ruina.

El proverbio popular lo expresa de otro modo: “cuando se llama al lobo, no puede uno lamentarse cuando llega”. En los contextos políticos actuales, la provocación deliberada de la violencia puede generar desastres imposibles de contener.

2. La provocación como estructura del poder violento

Hannah Arendt (1969) distinguía entre poder y violencia: el poder nace del consenso, la violencia aparece cuando el consenso desaparece. En sociedades frágiles, la provocación se convierte en estrategia política para reconstruir un enemigo y mantener la cohesión de los propios. La violencia deja de ser un medio para la justicia y se convierte en instrumento de legitimación.

La provocación —la creación calculada de un conflicto o una respuesta violenta— es hoy una herramienta de gobierno. La Doctrina Social de la Iglesia advierte que la paz no es mera ausencia de guerra, sino fruto de la justicia y del respeto a la dignidad humana (Compendio, n. 494). Cuando el poder desprecia esas condiciones, provoca reacciones que luego usa como justificación para reprimir.

Autores como René Girard (1972) explican que toda sociedad tiende a proyectar sus tensiones internas sobre un “chivo expiatorio”. La violencia se ritualiza, y el sistema político sobrevive a costa de la víctima. En ese sentido, el provocador se erige como “sacerdote” del sacrificio público: crea el enemigo que necesita para mantener su dominio.

3. El caso ecuatoriano: Daniel Noboa y la política de la provocación

En el contexto ecuatoriano, el presidente Daniel Noboa ha reactivado mecanismos clásicos de esta violencia simbólica y política. Ante la ausencia de políticas económicas coherentes —subordinadas a los condicionamientos del Fondo Monetario Internacional (FMI)—, su gobierno ha optado por una narrativa de confrontación con los movimientos sociales e indígenas.

La dependencia del FMI, que exige ajustes estructurales y garantiza préstamos sin asegurar su uso para el desarrollo humano, termina agravando la desigualdad. La deuda pública se convierte en una carga que pagan los más pobres mediante la venta de bienes públicos y recursos naturales. Mientras tanto, las élites económicas y políticas que administran los fondos se enriquecen impunemente.

En lugar de dialogar, el gobierno ha optado por provocar: visita los centros neurálgicos de la protesta ciudadana rodeado de fuerzas militares, realiza declaraciones humillantes hacia las comunidades, y refuerza la narrativa de que las organizaciones indígenas constituyen una amenaza terrorista. La historia reciente muestra que tales provocaciones solo consiguen exacerbar el conflicto social, reforzando el miedo y la represión.

El uso de las Fuerzas Armadas y la Policía en labores de control interno no solo desnaturaliza su función constitucional, sino que crea un escenario de tensión permanente. La violencia, en este caso, no surge de los pueblos sino del poder que los provoca. Es el Estado el que llama al lobo —la represión, el desorden, el miedo— y luego se lamenta cuando el conflicto se desborda.

4. La responsabilidad ética y política de no provocar

Desde la ética cristiana y la filosofía política, la provocación es una forma de irresponsabilidad moral. Juan Pablo II recordaba en Centesimus Annus (1991, n. 25) que “no hay paz sin justicia, ni justicia sin perdón”. El perdón, sin embargo, no es pasividad: implica crear condiciones para que el conflicto se transforme, no para que se perpetúe.

Provocar al adversario es destruir el terreno de la política, porque niega el diálogo, el reconocimiento mutuo y la búsqueda del bien común. Cuando el gobernante hace de la humillación su método y del miedo su lenguaje, el Estado se convierte en un simulacro de orden sostenido por la violencia estructural.

La verdadera fortaleza del poder no reside en la capacidad de reprimir, sino en la de escuchar. Un gobernante que humilla a su pueblo destruye el tejido simbólico de la nación y siembra el germen de su propio derrumbe. Como advierte el Evangelio, quien hiere con la espada —o con la palabra, o con la humillación— termina herido por su propia violencia.

La controversia generada por el comentario de Odifreddi puede entenderse como una advertencia moral más que como una apología de la violencia: toda sociedad que convoca al odio cosechará destrucción. El caso ecuatoriano demuestra que la provocación institucional —la política del enemigo, la represión disfrazada de orden, la humillación de los pueblos— es el camino más corto hacia la autodestrucción del poder.

El desafío ético, político y espiritual es no llamar al lobo: no provocar, no humillar, no construir enemigos imaginarios para justificar la injusticia. Como enseña la Doctrina Social de la Iglesia, la paz es el fruto maduro de la justicia y la verdad; no se impone con armas, se construye con dignidad.

Referencias

  • Arendt, H. (1969). On Violence. New York: Harcourt Brace.
  • Girard, R. (1972). La violencia y lo sagrado. Madrid: Anagrama.
  • Pontificio Consejo “Justicia y Paz” (2004). Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. Vaticano.
  • Juan Pablo II (1991). Centesimus Annus. Vaticano.
  • Evangelio según San Mateo 26,52.