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La democracia, en su sentido más alto, es el esfuerzo humano por organizar la convivencia desde la libertad, la justicia y el reconocimiento de la dignidad de todos. Pero ese esfuerzo, cuando no se alimenta de una ética sólida ni de una ciudadanía crítica, se vuelve presa de sus propias deformaciones: surgen así los monstruos de la democracia, como los llamó Claude Lefort —figuras de poder que, en nombre del pueblo, devoran al pueblo—. Y entre esas deformaciones, la más grave es la corrupción de la ley, que deja de ser instrumento del bien común para convertirse en herramienta de dominación.

1. La corrupción de lo mejor es la peor corrupción

Tomás de Aquino afirmaba que “la corrupción de lo mejor es lo peor” (corruptio optimi pessima). Y pocas cosas son tan nobles y esenciales como la ley. Cuando la ley es justa, se convierte en puente entre libertad y orden, entre derechos y deberes. Pero cuando se corrompe, se transforma en un arma: legislar se vuelve entonces una forma refinada de violencia.

Como lo señala Giorgio Agamben, en muchos regímenes democráticos contemporáneos el estado de excepción se ha vuelto regla, y la ley se convierte en instrumento de control, no de justicia. Ya no regula al poder, sino que lo encubre. Se usan normas, decretos, tecnicismos y formalismos no para proteger al débil, sino para neutralizarlo.

2. Ley como espectáculo: el poder performativo

La ley también ha sido convertida en espectáculo. En la lógica mediática, una ley se promueve no por su justicia, sino por su efecto simbólico: para mostrar control, castigo, castidad moral, patriotismo barato o voluntad reformista. Pero esa ley es inestable: carece de legitimidad ética y de memoria histórica.

Recordemos el caso del “estado de excepción permanente” en Ecuador o en otros países de América Latina, que convierte a los pobres en sospechosos, a los defensores de derechos en enemigos del orden, a los migrantes en invasores. Las leyes contra el crimen organizado se usan muchas veces para criminalizar la protesta social. La excepción se normaliza, la represión se regula, la impunidad se vuelve legal.

3. La ley al servicio del tirano

Una ley que no nace del bien común ni lo promueve es una ley injusta. San Agustín lo decía de forma contundente: “una ley injusta no parece tener la naturaleza de ley” (lex iniusta non est lex). Cuando el orden legal responde a un solo interés —el del tirano, del caudillo o del grupo económico dominante—, deja de ser instrumento de justicia y se convierte en herramienta de opresión.

Esa ley legaliza el saqueo (como lo denunció Frédéric Bastiat), sacrifica a los pobres, protege a los cínicos y fortalece a los aduladores del régimen. Es la ley de los lambiscones, los que por prebendas renuncian a la ética, y de los falderillos, los que buscan una identidad a cambio de su servidumbre. Son ellos quienes sostienen al monstruo.

4. El bien común como horizonte ético de la ley

Frente a esta corrupción, el verdadero criterio para discernir la legitimidad de una norma no es su forma legal, sino su orientación ética. Una democracia verdadera necesita leyes que se alimenten de la memoria del dolor y de la experiencia del cuidado. Leyes que protejan el derecho a la existencia digna, a la participación, al acceso a los bienes básicos, a la justicia restaurativa y no vengativa.

Como señala el papa Francisco en Fratelli Tutti, “la política no puede someterse a la economía y esta no puede someterse a los dictados eficientistas del paradigma tecnocrático. Hoy en día, el mercado por sí solo no resuelve todo” (§168). Lo mismo vale para la ley: no basta que funcione, debe servir.

Conclusión

Los monstruos de la democracia no vienen de fuera. Nacen del olvido de sus propios principios. Aparecen cuando el poder ya no se siente responsable del bien común, cuando la ley ya no protege al vulnerable, cuando la justicia se convierte en retórica vacía. Es entonces cuando los ciudadanos deben recordarse a sí mismos que la democracia no es un sistema perfecto, pero sí uno que exige vigilancia, ética y participación activa.

No basta con tener leyes: hay que tener justicia. No basta con tener instituciones: hay que tener virtud política. Y no basta con proclamar derechos: hay que proteger a quienes no tienen poder.