Simón Pedro tiene miedo de morir. Tiene miedo de perder los privilegios que imagina tener al estar cerca de Jesús de Nazaret, a quien ve como un Mesías prometedor. Como muchos de su tiempo, Pedro espera un liberador político, alguien que restaure el reino de Israel (cf. Hechos 1,6). El seguimiento de Jesús parece ofrecerle un futuro especial, una posición privilegiada. Así lo expresa cuando pregunta: «Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué nos va a tocar?» (Mateo 19,27).
Pero esa ilusión de poder desaparece cuando los enemigos de Jesús lo arrestan, lo juzgan y lo condenan. Pedro, el que había prometido dar la vida por su Maestro (cf. Juan 13,37), termina negándolo tres veces por miedo (cf. Mateo 26,69-75). El escándalo de la cruz desmantela sus sueños de gloria.
San Agustín, al reflexionar sobre la negación de Pedro, escribe:
«Pedro no cayó por debilidad del amor, sino por debilidad del temor» (Tratado sobre el evangelio de Juan, 113, 5).
Pedro ama, pero su amor aún no está purificado. Ama desde sus expectativas, desde su deseo de conservar algo: un lugar, un reconocimiento, una seguridad.
Después de la resurrección, Jesús no lo humilla. Lo acoge con ternura y lo devuelve a su vocación con una triple pregunta que resuena como un eco reparador: «¿Me amas?» (Juan 21,15-17). Pedro, dolido y transformado, responde desde su fragilidad, no desde su autosuficiencia. Es entonces cuando recibe el encargo definitivo: apacentar las ovejas.
Jesús le anuncia una nueva etapa:
«Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero cuando seas viejo, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Juan 21,18).
El evangelista aclara que con estas palabras Jesús indicaba el tipo de muerte con que Pedro glorificaría a Dios. Es decir, el camino del martirio.
Orígenes, uno de los primeros teólogos cristianos, comenta:
«Pedro fue conducido a donde no quería: a la cruz. Pero al final, lo quiso con todo su corazón» (Homilías sobre el evangelio de Lucas, 36).
Pedro, que antes se movía por intereses personales, ahora será guiado por el Espíritu. Ya no se trata de “hacer lo que quiero”, sino de ser llevado por el amor. Así se cumple en él la palabra que Jesús dijo:
«Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Juan 15,13).
El Concilio Vaticano II lo expresa con hondura:
«El Espíritu Santo fortalece a los discípulos de Cristo para que den testimonio de Él mediante la vida y también con la muerte» (Lumen Gentium, 42).
La vida de Pedro nos confronta. ¿Seguimos a Jesús por lo que esperamos recibir, o por amor verdadero? ¿Estamos dispuestos a dejarnos transformar, incluso si eso significa perder seguridades o enfrentar la cruz?
Pedro nos enseña que el discipulado auténtico es un camino de conversión continua. No se trata de perfección inmediata, sino de fidelidad creciente. Del miedo a muerte a ser testigo del que vence a la muerte.