Algún día prometimos tirar piedras. No porque nos guste la violencia, sino porque llega un momento en que la dignidad se defiende también con los símbolos. Y en nuestra tierra, los espacios representativos —esos que deberían hablar de quienes somos— están siendo pisoteados con una mezcla de desinterés, ignorancia y desprecio por la historia. No se trata solo de infraestructuras o presupuestos: se trata de identidad.

El cultivo de las artes, que muchos políticos reducen al rótulo decorativo de “cultura”, es uno de los ámbitos más maltratados de las políticas públicas locales. Se lo recorta, se lo ignora o se lo prostituye. Pero justo ahí, en el arte, el teatro, la música, la danza, la palabra, es donde una comunidad se dice a sí misma quién es. Sin arte no hay relato; sin relato no hay pueblo, apenas una masa que consume, que reacciona, que vota como se le ordena porque se le manipula.

En muchos rincones del país, y particularmente en el Cantón Mejía —valle de Machachi, tierra del agua de Güitig— lo que se hace pasar por cultura es una burla. Se gasta el presupuesto en eventos para embriagar a las masas, manipular emociones y afianzar el poder de quienes temen al pensamiento. ¿Educación estética? ¿Memoria colectiva? ¿Proyección de identidad? Nada de eso cabe en sus planes, porque gobernar sobre una población pensante sería demasiado incómodo.

Ahí está, como símbolo de todo esto, el Teatro Municipal de Machachi, que lleva el nombre del célebre Carlos Brito Benavides. El interior de este espacio es una mezcla de negligencia y abandono. Parece una bodega de trastos viejos o una exposición involuntaria de mal gusto e improvisación. Y todo eso no por falta de recursos, sino por falta de respeto.

¿Y qué decir de nuestros representantes? Concejales, alcaldes, funcionarios: la mayoría no oculta su desinterés por conocer la historia de esta tierra ni muestra ganas de aprender. A veces da la impresión de que son huairapamushcas —esos que andan sin raíz, llevados por el viento, sin memoria ni sentido de pertenencia. Pero peor que ser traído por el viento, es renegar del suelo de los propios padres.

Es justo, sin embargo, reconocer algunas excepciones. En medio de tanta desidia, hay quienes aún creen que la cultura es camino de transformación. Es el caso del Centro Cultural Víctor Valencia, que desde hace años viene desarrollando un programa serio de educación musical. Ese esfuerzo —público y constante— demuestra que sí es posible cultivar sensibilidad, técnica y comunidad a través del arte. Lo que falta no es talento ni ideas, sino voluntad política para replicar y sostener estos ejemplos.

Quienes aún sentimos el peso de nuestras raíces, quienes amamos este territorio con sus luchas y su herencia, no podemos seguir callados. No nos queda más que organizarnos, actuar, levantar la voz y, si hace falta, tirar piedras. No por destrucción, sino por fidelidad. Porque quedarse quieto sería aceptar que nos arranquen la memoria. ¿Eso, se puede permitir?