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Dibujo de Fabián Latorre, Quedan los árboles que sembraste, 1984
Un tormento enraizado en la infancia como un estigma
dolerá toda la vida. ¿Qué suceso doloroso de la infancia, podría marcar la
existencia de Leonidas Proaño, especialmente en 1930, año en el cual está
fechado el poema
Mi casa? Un poeta
construye una máscara con aquellos elementos cuotidianos, los únicos que hacen de
él un testigo de su tiempo. El determinar el evento que sugiere el autor, como
un factor conmocionaste de su existencia, intriga y puede ser interpretado como
el momento en el cual, él será arrancado del amor de su familia -al cual no volverá más- para iniciar los
estudios en el seminario Menor san Diego de Ibarra (octubre, 1923) y en el
seminario Mayor san José de Quito (octubre, 1930), posteriormente, para su desempeño
sacerdotal en Ibarra y en Riobamba. Un suceso particular que subyace en la
reflexión sobre la pobreza (El Credo que ha dado sentido a mi vida.
Creo en el hombre y en la comunidad,
Bilbao, 1977), cuyo raíz se establece en el amor familiar –de los padres- que
ilumina toda la realidad, desde lo específico de ser humanos: acogida, solidaridad,
justicia, fraternidad, trabajo…
Mi
casa                                                                                                              
A la sombra que el ramaje corpulento
del eucaliptos altaneros la proyecta,
como nido de gorriones, así humilde,
mi casita paternal allá se asienta.
¡A esa casa tan humilde, yo la quiero!
 ¿Qué este
afecto arrebatármelo pudiera?
Ni placeres mundanales en su cambio,
¡ni palacios suntuosos, ni riquezas!
No la quiero porque en ella haya gozado
ni de dichas, ni de lujos, ni grandezas;
porque es pobre, por humilde yo la quiero
y porque ella fue el guardián de mi inocencia.
Sobre todo yo la quiero porque al dulce
calorcillo del amor aprendí en ella
a sangrarme en las espinas del sendero,
a sufrir crueles dolores sin dar quejas.
Al abrigo cariñoso de esa casa
vi la tarde de mi vida la primera,
y su techo y sus paredes escucharon
los primeros lloriqueos de mi pena.
Y aunque el trueno reventaba allá en los montes
y aunque había lluvia y frío por afuera,
yo contento reposaba, porque el frío
de la lluvia no se entraba por sus puertas.
A su abrigo yo gocé de los placeres
que sencillos me brindaban la inocencia;
a su abrigo derramé las dulces lagrimas
que la vida me arrancaba y la pobreza.
Pero un día de negruras infinitas
-tierno tallo que arrancado de su copa,
a otros valles trasplantado se destina-
¡fui arrojado lejos… lejos de mi tierra!
¡Ay! ¡qué triste es encontrarse distanciado
de la casa natalicia en patria ajena
¡Ay! ¡el frío de la lluvia como entume!
¡No hay abrigo en la posada que le prestan!
¡Y los goces –si los hay- cuán fugitivos!
¡Y las penas!, ¡ay, cuán otras, cuán acerbas!  
Y las lágrimas que entonces se derraman
¡cuán amargas!… ¡Cuán terribles las tormentas!
¡Ay, casita de mis sueños! de ti lejos
cuánto tuve que sufrir en patria ajena!
Pero pude resignarme a los dolores
porque tú me lo enseñaste en tu pobreza.
Porque tú me lo enseñaste ya no temo
ir andando de mi vida por la senda.
Y por eso yo te quiero  ¡casa mía!
Me enseñaste a padecer: ¡bendita casa!…

Febrero, 21 de 1930.