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Mi
amigo, que era un gran poeta,
murió.
Murió
debajo de un balcón.
El
quería cantar,
estaba
desesperado por encontrar la palabra,
para
conjugar al fantasma que atormentaba sus médulas,
pero,
se cansó;
se
cansó de buscar, de indagar, de preguntar…
y murió
devorado por el fantasma.
Sí,
el
fantasma se convirtió en una demonio voraz,
lo
masticó,
escupió
cada uno de sus huesos,
sus
ropas fueron anegadas de saliva…
sus
gritos resuenan en el agua las tardes de lluvia.
Las
hilachas de la piel de mi amigo las encuentro por los caminos,
todas
cubiertas de nervios aun vivos,
tiritando
con la sangre chorreante…
esos
vestigios son sus únicos poemas.
Yo no
soy capaz de leerlos,
me
arrancan el corazón,
siento
la muerte chirriar en mis oídos…
El, que
era un gran poeta, podía resucitar muertos
con sus
palabras de fuego,
descubrir
en los canales más profundos y oscuros la luz.
La
tragedia de sentir la sangre de los amigos
consume
a sorbos la esperanza…
pero,
yo no le temo a los fantasmas
sigo
vivo,
busco palabras
para conjurar las sombras, los espantos, los infiernos…
pero,
sé que al final también me devoraran las sombras…
como a
mi amigo, que era un gran poeta,
él no
murió de amor,
simplemente
murió,
el amor
es totalmente contrario a la muerte
es
esperanza,
es un
beso tierno como el almíbar del durazno maduro.
El
nombre de mi amigo era tristeza.
Ciertamente,
un triste nombre.