La
capital de los franceses es el escenario de innumerables historias, algunas
importantísimas como la de mi personaje favorito: Anton Ego, celebre critico
gastronómico (Ratatouille, 2007).
Pero, para mi, Paris tiene significado por dos hechos importantes: el primero,
el recuerdo de la participación de don Marco Vásquez Realpe en un encuentro internacional
de ajedrez celebrado en la ciudad europea y el segundo ligado al numero 26 de
la calle Cardinet, donde murió el ilustre Juan Montalvo en 1889.
Visité la
llamada ciudad luz (Paris) como sugería visitar algún pueblo del Ecuador un
endemoniado intelectual (decía, ese comentarista poseído por el demonio de la
orfandad, que la mejor forma de pasar por el pueblo era a 120 km por hora);
lógicamente, no se pueda dar ese lujo en la ciudad del Jorobado de Notre Dame, sobretodo cuando se tiene un
encuentro para hablar de cosas de Otavalo y de Nariño.
El
aeropuerto se conecta con la ciudad por medio de un tren de cercanía. Este tren
permite acceder a la red del metro subterráneo y a los demás sistemas de transporte
interno. Todas estas redes, lógicamente, tiene sus años, son viejas, muchas de
las cuales no precisamente se parecen a las señoras adineradas que pueden
gastarse en maquillajes sofisticados u en operaciones estéticas quisquillosas
de reconstrucción. Las ventanas del tren de cercanías no ocultan los vestigios
de la industria pasada y la concurrencia de turistas que se expande, trasmigra
y copa los sitios parisinos que no deja dudas de la importancia de una buena
publicidad. Después de unos buenos veinte minutos, de espera en una cola
larguísima, pude entrar en la Catedral y encender por fin una vela por todos
los amigos del Ecuador.
El
itinerario que podría hablar de la Sorbona, la torre Eiffel, de los campos
Elíseos, del museo de Louvre, del cementerio de Montmartre (para recordar a Toulouse-Lautrec y a Alejandro Dumas) o
del Cementerio de Pére Lachaise (para
visitar a Oscar Wilde, a Proust o a la Piaf incluso a Moliere y a Jim
Morrison), del arco del Triunfo, del hotel de la Villa (y quizá observar la
guillotina con la cual los franceses mataron a los aristócratas en el 1789), de
admirar los jardines y el palacio de Versalles… se resumen en el exquisito
salmón ahumado y otro pescado preparado con los artes de la cocina de los
franceses, un postre de manzanas al horno y vino del lugar, por supuesto.
Las
oscuras aguas del río Sena no parar de hablar de los espectáculos citadinos
(del Moulin Rouge y otros), del
teatro, del cine, de las librerías, de los cafés… entonces, empiezo a
preocuparme por mi alma, pues la verdad es que deberá recoger sus pasos también
por estos barrios.