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Los mundos de los seres humanos son formados de palabras o de las promesas que significan esas palabras y portan aquello que está escondido en los corazones.
 Los seres humanos hacen cosas y, muchas veces, las realizan solamente por las recompensas; pero más allá de las recompensas o del salario, en el caso de los mercenarios, se encuentra ese misterioso principio del cuál brota la vida; ese principio vital se descubre en cada uno de los corazones humanos y se muestra, por ejemplo, en la preocupación de los padres hacia los hijos o entre los esposos o entre hermanos; este principio vital es aquello que hace a los seres humanos únicos y sublimes.
El misterio de las palabras está ligado al poder que tienen las mismas de trasmitir la riqueza del corazón de los seres humanos. Alguna vez escuché, lo que decía una madre a su hijo. El joven  le pedía que no se preocupara por los problemas y dificultades que él tenía. La madre respondió: “Cómo quieres que no me preocupe, acaso no tengo corazón”. Ciertamente, sería necesario que el ser humano no tenga corazón para que no se preocupe de la suerte de aquellos que quiere, pero sin corazón ya no sería un ser humano, sería un monstruo.
Los monstruos son precisamente monstruos porque no tiene corazón y la forma para saber la presencia de un monstruo es comprender su mundo, un mundo  hecho de palabras; pero, atención, cuando se encuentra muchos monstruos cabe interrogarse por el propio mundo, por las propias palabras, pues cuando se juzga, se condena y se ejecuta se puede encontrar un juez, un jurado y un verdugo sin corazón: un monstruo. 
Este laberinto no pertenece a mundos siderales, ni siquiera se trata de determinaciones importantísimas de la Historia sino de cualquier vida personal y cuotidiana, donde aparecen gentes sin corazón y auténticos ser humanos.
La importancia de las palabras es decisiva para comprender ¿quién es ser humano? Cuestión que se resuelve en la existencia o no del corazón, en la capacidad de desarrollar una vida familiar y una verdadera amistad.