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La ofrenda del pueblo y la dignidad del sacerdocio

En cada Eucaristía, el sacerdote católico no celebra en nombre propio. Él recibe del pueblo la ofrenda y la presenta. No se trata solo del pan y el vino, sino de la vida entera de cada uno de los bautizados que participan en la celebración. Es la existencia concreta, con sus gozos y luchas, la que es elevada al altar para ser transformada por el Espíritu.

Esta es una de las claves más profundas de la Eucaristía: Dios no quiere cosas, quiere personas. Y en la Misa, la Iglesia entera —reunida y representada en los fieles— se ofrece a sí misma, para unirse al sacrificio de Cristo.

Por eso, la ceremonia de ordenación sacerdotal es tan magnífica. Llena de signos, cada gesto remite a realidades espirituales profundas. La postración del ordenando, la imposición de manos, la unción de las manos, la vestición litúrgica: todo habla de una entrega total, de una configuración con Cristo Siervo y Pastor. Si estos signos no tuvieran una correspondencia real en la vida del ministro, todo se volvería un vacío espectáculo.

Aquí radica la gravedad de la corrupción dentro de la Iglesia. Cuando quienes han sido consagrados para representar a Cristo y servir al pueblo fiel traicionan esa misión, no solo cometen una falta personal. Ensucian el rostro de la Iglesia y hacen más difícil ver en ella la promesa de un Dios encarnado.

La incoherencia de algunos no anula la santidad del sacramento, pero sí hiere profundamente la credibilidad de la Iglesia. Y duele más porque se espera que de ella brote luz, justicia, consuelo y verdad. Por eso, es más detestable aún toda forma de doblez, de encubrimiento o de abuso dentro de una institución que tiene por misión anunciar y testimoniar el Reino de Dios.

El sacerdocio no es un privilegio ni una dignidad social. Es una misión de amor y servicio radical. Y el pueblo tiene derecho a esperar de sus pastores integridad, transparencia y santidad de vida. Porque ellos son los encargados de presentar, cada día, la ofrenda de muchos: la vida de los pobres, los olvidados, los que luchan por vivir con fe. Ninguna estructura eclesial, por más hermosa que sea, puede sostenerse si no nace del Evangelio y se verifica en la vida.