Una impresión de las teorías teológicas
en estos momentos no hay saber más dudoso –por tanto inútil pero fantástica – que aquel propuesto de los teólogos (hecho comentado inteligentemente por J. L. Borges). El
exquisito sabor de la ironía, que envuelve la aflicción de la ciencia
teológica, es que un tiempo muy lejano se creyó que era la cima más alta a la
que podía ascender el ser humano, con su inteligencia o con su corazón –eso
depende de la escuela-. Esta creencia, al parecer, tiene su fundamento en el
rezago –o el retrogusto- de los saberes mistéricos, herméticos, gnósticos, etc.
Los grupos se sabios, que anteceden a los cristianismos, dividían y catalogan
por niveles a los adeptos, donde se destacan, entre otros, el nivel de miembros
“iniciados” (auditores) y el nivel de
los “conocedores” (matemáticos),
obviamente los que se quedan fueran son los requeté malditos, ignorantes, inconfesos,
herejes, paganos, etc., etc., etc.
Quien
ahora participe en uno de esos congresos de especialistas, se puede sorprender
de escuchar a algún “iluminado” que intenta despertar a los infelices que
duermen o a un “cruzado” que defiende lo inamovible que ha sido movido o, en el
mayor de los casos, se encuentra con uno de esos “cerebros” y sus teorías
intrincadas, que se suponen tienen patas y por lo tanto tendrán alguna cabeza.
No es
extraño que el gordo Tomás de Aquino eligió ser parte de los dominicos, quienes
pretendían -no todos, claro- liberar la humanidad de la superstición (brujerías
y otras “ciencias” inexactas, ocultas y confusas). El joven de Aquino, por su
parte, optó por intentar clarificar las categorías teológicas, estudiándolas
con profundidad (o sea que preguntó: ¿vea, qué mismo quiere decir, con esa
palabra?). Esta ocupación del Aquinate es diversa a aquella que efectuaron y
realizan los hijos de Hegel (y del mismísimo Kant) que oscurecen todo -esto
debe ser, ciertamente, un pecado mortal, igual o peor que la mentira ya que
hablamos del ámbito de la verdad-.
Dónde estaba el ño' Enriquito Ayala Mora
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