La voz de la noche de Leonidas Proaño

Portón y puerta, pueblo andino.

La
culpa es uno de los elementos de sometimiento, un demonio que aprisiona y encadena
desde dentro del sujeto. Aunque sea el instrumento de tortura llegó a ser parte
de las prácticas (moral) de las falsas religiones, que en vez de impulsar a los
seres humanos para que encuentren la emancipación requerida y puedan descubrir
la única realidad que los dignifica, esto es el amor, los condujo a obnubilarse
y encerrarse en dimensiones oníricas separándoles de los reales y efectivos
compromisos de cuidar a los demás, a la sociedad y a la naturaleza.
La voz de la noche un poema de Leonidas
Proaño, fechado en abril del 1930, es un diálogo tenso entre el pensamiento y
la superstición.
   
La voz de la noche
Era
una noche de esplendores llena…
Un
día bochornoso para el cuerpo,
un
día bochornoso para el alma,
había
lentamente ido muriendo,
dejando
tras de sí mudas congojas,
dejando
tras de sí nubes de fuego.
Soñador
de bellezas y de encantos
imposibles
de hallarlos en el suelo,
en
mi insano delirio había creído
realidad
que no era sino un sueño,
en
mi insano dlirio había creído
que
podía gozar de todo aquello
que
mi loca fantasía me pintaba
como
grande y sublime, como bueno;
pero
cuando pensé que iba a alcanzarlo,
el
mundo hirió mi rostro con su cieno.
Soñador
de ideales cosas puras,
me
enojó la ruindad de lo terreno
y
volvíme confuso, mas … ¿a dónde?
¡mis
ojos no encontré donde ponerlos!
Sentí
ansias, congojas infinitas,
penas,
muy hondas, en mi duelo
buscando
alivio al alma acongojada,
calma
buscando el desolado pecho,
quise
cantar de mi dolor el canto,
quise
ensayar un doloroso treno,
y
no pude… anudóse mi garganta,
la
voz faltóme, estremeciéndose el cuerpo,
y
peores ansias y congojas dobles
me
oprimieron tiranas alma y pecho.
Quise
llorar desesperado y triste,
quise…
pero no pude, que no pude, que el reguero
que
creí inagotable de mis lágrimas,
¡en
tan cortos instantes se había seco!

después hundirse en occidente
al
astro que alumbrara mis tormentos,
dejando
tras de sí mudas congojas,
dejando
tras de sí nubes de fuego,
y
escuché indiferente las canciones
que
al último arrebol las aves dieron,
y
esperé que la noche me acogiera
bajo
su triste y cariñoso velo.
¡Era
la noche de esplendores llena!…
Hacia
ella me volví; busqué el silencio,
huyendo
de los ruidos de los hombres,
de
mis vanos delirios rehuyendo,
y
la paz que anhelaba para mi alma
halléla
de la noche en el misterio.
Ascendí
a la luna lentamente,
por
el hondo infinito de los cielos,
derramando
a torrentes por los campos
fúlgidas
luces, pálidos destellos.
  
Alcé
mi frente desmayada y fría
y
contemplé aquel mar de luces lleno,
y
ví que las estrellas titilaban
cual
si se conmoviesen con mi duelo
y
las lágrimas que antes derramarlas
quise
y no pude, ya por fin corrieron.
Rumores
escuchaba misteriosos
que
subían a la altura desde el suelo;
¡tal
vez de otras almas afligidas
las
plegarías, los ayes lastimeros!
De
en medio de rumores tan confusos,
mientras
yo derramaba llanto acerbo,
una
voz misteriosa vino a mi alma
 y así hablóle en su idioma de misterio:
 “Sueñas dichas y goces ideales,
no
trates de búscalos en el suelo;
mira
arriba, más lejos, allá encima
de
esos mundos ignotos y sidéreos:
solo
allí saciaras tus ansias crueles
y
realizados hallarás tus sueños;
pero
antes es preciso, no lo olvides,
que
ames, sufras y llores, porque el cielo
solo
van los que han sido en este mundo
probados
al calor del sufrimiento.”
Abril,
9 de 1930.

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