Después de la visita de Papa Francisco

El autor del libro El
Perfume
(1985), Patrick Sünkind, cuenta como todas las gentes de un pueblo
fueron poseídas por los efluvios embriagante de un aroma prodigioso, al punto
de olvidar el ajusticiamiento del asesino de sus hijas más bellas y perderse en
una orgia provocada por lo exquisitez de las impresiones sensoriales;  pero, una vez que los efectos terminan es
necesario justificar las acciones. En la novela, se condena  a un inocente, como el chivo expiatorio, así
intentan olvidar todo aquello que parecería una locura completa.    
Algunos, en el Ecuador, vivieron la visita de Papa Francisco
con poseídos por esos sentimientos que caracterizan a las reuniones “espiritistas”
(como las del vudú); reuniones que se encasillar en lo denominado “sacro” y
donde se destaca el entusiasmo como elemento en el cual comulgan los
participantes con la “divinidad” (entusiasmo -dentro de dios- era el término
que los griegos utilizaban para indicar el estado de furor y trance de las pitonisas,
ahora lo usan como sinónimo de estar contentos); no se pude dejar de subrayar,
que el hecho opera a nivel afectivo (visceral, como suelen decir)  o es el producto de la curiosidad (la famosa
chilimbiquería, como se dice en el argot ecuatoriano de la sierra), sin
desmerecer, por otra parte,  la
posibilidad que esos encuentros dejen un sustrato auténtico a más de la
emotividad pasajera del momento y su respectivo recuerdo.
¿Qué queda de la visita del Papa Francisco al Ecuador? La
insistencia de leer su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, cuyo resumen es la homilía que el obispo de Roma
ofreció el la celebración del Parque
Bicentenario
de Quito y se condensa en la frase: “evangelizar no es
proselitismo”.  Sería un final de cuento
de hadas concluir con el aforismo “Una vez que se sabe lo que hay que hacer,
solo queda usa cosa: hacer”.  Solo que la
vida no es  un cuento, especialmente
cuando se contempla como quedó el famoso parque Bicentenario.

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